¿Qué ves cuando me ves? La representación política en la democracia de audiencias

¿Qué ves cuando me ves?

Viajemos en el tiempo. Nos vamos, no sé, a 1938. El mundo está saliendo de una depresión económica importante; Europa se encamina invariablemente por segunda vez en veinte años a una guerra; Japón invade China y en la Argentina la década infame parece no vislumbrar un fin cercano al asumir Roberto Ortiz la presidencia.
Dirijámonos ahora a Hollywood, a París o a Buenos Aires. Vayamos a alguna capital con una producción fílmica independiente que marque tendencia. “Qué tal, señor productor, mi nombre es Gustavo Marangoni y le propongo lo siguiente: criemos a un niño en una casa llena de cámaras pero que sean invisibles a sus ojos para lograr así un resultado honesto. Lo vemos crecer, hacerse hombre, inspeccionamos sus amores, odios, su relación con la familia, todo, absolutamente todo. El muchachito, al no estar al tanto de que lo que sucede a su alrededor es pura ficción, vivirá una realidad que será virtual para nosotros pero absolutamente verídica para él. Filmamos los avances y una vez por semana, o por mes, pasamos las proyecciones en los cines. ¿Le parece bien?”. Una flor de patada ahí donde no da el sol sería lo que recibiríamos como respuesta junto con un sincero escepticismo acerca de nuestra salud mental.
Bueno, tal vez no sea la época adecuada para el producto que queremos vender. Esta gente no está lista. Vayamos a algún año en el que la televisión ya haya ingresado con fuerza en los hogares. Supongamos, 1975. No, otro voleo. Tal vez no hubieran sido tan desalmados con su negativa y, hasta incluso, en un acto de bondad, no hubieran llamado al loquero para internarnos.
¿1989? Lo pensarían, pero aún no estarían preparados. ¿1994? Mmm, un poco más, ¿1998? ¡Bingo! A partir de ese año, creo yo, de haber presentado el proyecto del niño criado al calor de la televisión, nos hubiéramos llenado de plata, premios y demás beneficios propios del mundo del espectáculo, siempre y cuando algún Estado desalmado o corrupto hubiera permitido que uno de sus ciudadanos creciera en esas condiciones o si nuestro equipo de abogados fuera el equivalente al Dream Team del 92 pero en versión jurista en vez de basquetbolista.
El Show de Truman (The Truman Show), estrenada justamente en 1998, relata lo que nosotros le queríamos vender al productor parisino de entreguerras: un experimento donde se cría a un pequeño en un enorme estudio de televisión. Sus padres, mujer, vecinos, compañeros de trabajo, amigos de la infancia, profesores y hasta la gente anónima que pasa delante de la casa donde vivía, todos ellos son extras contratados para tener una existencia que gire en torno a la ignorante estrella. Truman (Jim Carrey) es el producto de una generación que comenzaba a cambiar el paradigma del entretenimiento existente hasta entonces.



Cada instante de su vida es seguido por millones de personas que se deleitan con los placeres, dolores, alegrías y tristezas de este vendedor de seguros duda al margen: si uno cree que su vida es real, que sus relaciones son legítimas y que su profesión ascendente es producto de méritos propios, pero en realidad todo no es más que un enorme bluff, ¿la realidad que construimos en nuestra mente es verdadera a pesar de estar basada en una mentira? ¿Truman vivió una vida falsa o su propia percepción de lo real la hizo verdadera?.
Finalmente, y para darle un sentido a la película, Truman se percata de que algo no está bien y comienza a indagar en detalles que le dan a entender que lo que daba por sentado no tiene por qué ser veraz (un foco de iluminación que cae del cielo, una conversación que capta la radio del auto en donde se habla del show y lo que hizo por la mañana, un amor de juventud que no puede olvidar, una misma secuencia de extras que pasan en exactamente el mismo orden por la puerta de su hogar en determinados horarios, una cámara oculta en el sótano de su casa).
Como un dios omnipresente, cada paso que daba el personaje de Carrey estaba planeado y pensado por Christof (Ed Harris), el productor, director y creador del reality que observaba y manipulaba todo lo que sucedía en la ciudad-estudio desde un centro de control “celestial”, una especie de panóptico foucaultiano al que nada se le escurría.
En el siglo xviii, el filósofo inglés Jeremy Bentham ideó una prisión diseñada para monitorear cualquier movimiento por insignificante que fuera. La arquitectura del establecimiento penitenciario, describe Foucault en Microfísica del poder, “posee la forma de un anillo donde la construcción queda en la periferia, dividida en celdas, con una torre en el centro con dos grandes ventanas que se abren hacia su interior y otra única para el exterior que permite que la luz atraviese la celda de lado”. De esta manera, la vigilancia se establecía para que unos pocos observaran a todos.
Este ejemplo del modelo de Bentham le sirvió a Foucault para graficar un tipo de sociedad en la que la observación y el control lo ejercía un grupo reducido de personas que aleccionaba a aquellos cuyos comportamientos no coincidían con las conductas “normales”.
Pero este principio ha cambiado de forma radical y hoy, más que vivir bajo la observación de escasos hombres, muchos son los que observan y vigilan a unos pocos. Pasamos de una sociedad panóptica o una sinóptica.
En En búsqueda de la política, Zygmunt Bauman relata esta transformación de la sociedad que observa los hábitos y costumbres de un puñado de personas que se convierten así en modelos de comportamiento, y construyen una imagen de lo privado absolutamente diferente a la del modelo panóptico. La creación y generación de normas de conducta social surge a partir de lo que hacen y dicen estrellas de cine, talk shows y, por supuesto reality shows, que gracias a la magia de la televisión tenemos disponibles las 24 horas del día, los 7 días de la semana.
Estos modelos no son seres extraordinarios ni tipos que rompieron el molde al nacer. Por el contrario, son personas “normales”, como lo somos nosotros o, al menos, como supuestamente lo deberíamos ser.
El sinóptico crea toda una concepción del deseo relacionado con el placer inmediato, propio de una sociedad de consumo: “Quiero ser conocido ya, quiero ser músico ahora, quiero ser millonario en este instante”. De esta lógica, surgirán estrellas fugaces, modelos desechables que viven solo una temporada, un suspiro, y que rápidamente pueden ser descartados. Esta realidad nos pone en contacto permanente con un ámbito de lo privado que destruye sus propias fronteras para entremezclarse en un difuso menjunje con lo público. Será muy difícil distinguir qué es lo que está protegido por la intimidad y lo que es propio de ser observado por todos.
Truman es una estrella mundialmente reconocida y admirada, a pesar de no tener la menor idea de que lo es. En la película, hay un constante ida y vuelta entre el show y el mundo exterior descrito por imágenes de fanáticos que festejan y sufren las peripecias de la vida “normal”, pero que también consumen lo que Truman consume y adecuan su vida de acuerdo con las pautas del programa. Esa “normalidad”, esa “realidad”, funciona como modelo de referencia para los que están afuera.
La política también se ha transformado a la par de este cambio de paradigma. Su devenir, y quienes viven en ella y por ella no resultaron inmunes a los vaivenes de la sociedad y a la aparición de esta nueva configuración existencial.
Vamos por partes: ¿recuerdan el preámbulo de nuestra constitución? Comenzaba así: “Nos, los representantes del pueblo de la Nación Argentina…”. En esta oración, se resume que nuestro sistema político adopta para gobernar la forma representativa, es decir, el pueblo solo podrá gobernar mediante los representantes, individuos elegidos mediante el voto, nunca de forma directa.
Sé que parece que me volví loco y cambié bruscamente de tema, pero denme margen para hilar los conceptos.
Los canales de representación por excelencia han sido históricamente los partidos políticos, fuerzas en las que se organizan y defienden ideas y principios que entrarán en competencia –no solo durante las elecciones– con otros partidos para ocupar temporalmente determinados puestos de gobierno.
Ahora bien, hoy los partidos políticos están muy lejos de ser lo que eran antaño: estructuras con enormes aparatos electorales distribuidos a lo largo y ancho del país con miles de afiliados que pagaban sus cuotas religiosamente y defendían las bases ideológicas recusando a todo aquel que osara moverse un ápice de sus principios.
Hoy, las organizaciones son más bien laxas, la presencia territorial basada en las unidades básicas o comités está lejos de ser uniforme y las fronteras ideológicas prácticamente son inexistentes. Todo esto da como resultado partidos que, aunque legalmente imprescindibles para presentarse a elecciones, terminan teniendo un significado real más liviano que en el pasado.
Esto posibilita la aparición de políticos más liberados de toda estructura que reprima los vaivenes de sus posiciones, actitudes y palabras. Serán muy pocos los que, más allá de un nimio porcentaje de opinión pública, criticarán al político X por aseverar un día algo y al otro una cosa absolutamente diferente. Y, si alguien lo hiciera, esto no aseguraría la ruina de su carrera política para el resto de la eternidad.
Antes, ese papel de guardián de las ideas le correspondía al partido que sancionaba y hasta podía expulsar al ostracismo a cualquiera de sus integrantes por falta de coherencia. Hoy, dicha contradicción tal vez, con suerte, salga reflejada en alguno de esos programas televisivos que trabajan con archivos, pero nada más. Esta falta de lazos fuertes y perdurables tiene como principal víctima a los votantes, porque si uno otorga el voto a un candidato por su posición, supongamos, en el tema del aborto o porque prometió bajar impuestos, ¿qué impide que al llegar al poder no la cambie?

¿Esto ha matado al sistema representativo? No, lo ha transformado. Las identidades inconsistentes, circunstanciales, y las lealtades fugaces generaron una crisis en la representación que ha dado lugar a su mutación. Hemos pasado de un sistema representativo a uno de audiencias.
¿Cuáles son las bases de esta democracia de audiencias? Principalmente que las figuras políticas ya no surgen necesariamente de los complejos armados partidarios, sino directamente de individuos cuyos liderazgos se sostienen en la imagen pública. Los partidos pesan menos como articuladores de las demandas de la sociedad. Ahora son personas, caras, apellidos, sonrisas en afiches propagandísticos que pueden tener alguna estructura detrás o no.
De a poco vamos llegando al punto. Si combinamos esta democracia de audiencias con la sociedad sinóptica que describía Bauman, obtendremos como resultado lo que se denomina una “política espectáculo” de la que algunos referentes pueden abusar, bajando la intensidad de la racionalidad como componente central del viejo arte de la discusión y construcción de fuerzas por una mediapolítica, centrada en la imagen, la celebridad, las emociones y la industria del espectáculo como principales ejes articuladores de esta nueva forma de construcción de lo público.
Así, algunos líderes pasan a ser protagonistas de sus propios reality shows y buscan escalar en los principios de popularidad mediática para configurarse como celebridades gobernantes.
Esto es así más allá de las identidades ideológicas que los políticos profesen. Hoy se es solo a partir de la visión del otro. Si no se ve, no existe. En esta configuración, el decir reemplaza al hacer. Podrás ser el gobernante más capaz, trabajador y honesto, pero si no lo mostrás, si no salís en televisión trabajando, inaugurando o hablando, tu futuro político corre serios riesgos.
En el presente, todos vemos y observamos el comportamiento de aquellos que nos gobiernan. Esto tiene, en teoría, una faceta positiva bastante lógica, que será la del control de los que elegimos para administrar los asuntos públicos. Pero el efecto negativo vendrá de la mano de la falta de densidad, del rating como ideología y de la simulación como acción.
Para llegar, el político tendrá que hablarles a todos, porque todos lo ven. Ya no existen los públicos específicos con ideologías claras y articuladas. Ahora todo dependerá de la capacidad que posea el que ambiciona el poder para entretener, al mismo tiempo que hace del discurso algo claro, sencillo y vago para llegar con igual intensidad a todos lo que lo observan porque, lejos de ser una masa uniforme la que está del otro lado, es una multiplicidad de intereses, demandas y ambiciones que reclaman ser atendidas.
El líder deberá ser Truman, un tipo normal como cualquier otro, un ciudadano común, como el que lo está mirando. ¿Por qué? Porque requiere de la aceptación y empatía del que está enfrente y, en una sociedad donde los muchos ven a los pocos, los muchos buscarán encontrar cualidades propias en los pocos para admitirlos. En la vieja democracia representativa y panóptica, el ciudadano prefería encontrar en el político a un estadista, a una persona con valores y actitudes extraordinarios. Hoy es a la inversa, el líder tiene que demostrar que tiene valores comunes.
Aquí sucede lo mismo que imaginábamos en nuestro viaje temporal cuando buscábamos un productor que nos comprara el producto del reality: cada época tendrá sus propios códigos, sus propios paradigmas, que harán que lo que ayer pensábamos como imposible, hoy nos sea natural. Y viceversa.
Hoy los dirigentes hacen un gran esfuerzo por mostrarse como un ciudadano más, dueños de su vida privada y capaces de emocionarse, llorar y padecer sacrificios igual que cualquiera de nosotros. En el antiguo paradigma, el político se acercaba a besar bebés de sus seguidores. Ahora buscan tener un bebé propio para besar y, de paso, mostrarlo en alguna revista de actualidad.
Lo público se ha privatizado y lo privado se ha hecho público.
Al desdibujarse su propio campo de acción, la política tiene que colarse en aquellos ámbitos en los que no la tiene como protagonista principal. La audiencia no reclama a gritos ver a políticos hablar sobre abstracciones, números y presupuestos. Así, como quien no quiere la cosa, la política está obligada a colarse, como puede, en programas de interés general para lograr atención. El político debe exponerse, cantando y bailando, mostrándose al mundo como un tipo corriente. ¿Cuál era la clave del éxito de Truman? Que era un hombre normal, viviendo una vida normal. ¿Cómo deberá lograr el éxito un político en la democracia de audiencias de una sociedad sinóptica? De la misma manera. Ya tenemos el próximo candidato y su slogan: “Truman, Presidente, Gran Hermano al poder”.


Para seguir leyendo

Bauman, Zygmunt, En busca de la política, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003.

Foucault, Michel, Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1992.

Pousadela, Inés, Los partidos políticos han muerto ¡Larga vida a los partidos políticos! , en Cheresky, Isidoro y Blanquer, Jean Michel (comp), ¿Qué cambió en la política argentina. Elecciones, instituciones y ciudadanía en perspectiva comparada, Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 2004.

Cheresky, Isidro (comp.), Las urnas y la desconfianza ciudadana en la democracia Argentina, Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 2009.


Para ver o volver a ver


El show de Truman (The Truman Show), Dir. Peter Weir, Paramount Pictures y Scott Rudin Productions, 1998.

Repercusiones: Revista La Tecla

Entrevista con Guillermo Andino
"Hay que buscar continuidades y no rupturas"





Gustavo Marangoni realizó una profunda entrevista con Guillermo Andino en la cual abordó diversos temas de la actualidad política y expresó: "en la Argentina hay que poner más esfuerzos en ver las continuidades y no las rupturas”. 

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Repercusiones: Revista La Tecla

Entrevista con Guillermo Andino
"Hay que buscar continuidades y no rupturas"




Gustavo Marangoni realizó una profunda entrevista con Guillermo Andino en la cual abordó diversos temas de la actualidad política y expresó: "en la Argentina hay que poner más esfuerzos en ver las continuidades y no las rupturas”. 

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Repercusiones: La Nación

Presentan un libro de política para todo público

Gustavo Marangoni es su autor y propone una mirada desde el cine

El presidente del Banco Provincia (Bapro), Gustavo Marangoni, presentó su primer libro, titulado Política ATP (Apto para todo público) que apunta a ser una introducción al mundo de la política, pero a través del universo mágico del cine. Con un lenguaje llano y en tono ameno, como para llegar tanto al interesado en la política como al que no sigue habitualmente esos temas, el autor se propone interesar al lector en la ciencia política de una manera entretenida y original.



Repercusiones: La vida universitaria de Política ATP


Entrevista en el marco a una visita a la UN La Matanza, El presidente del Banco Provincia visitó la Universidad Nacional de La Matanza y afirmó que es un ejemplo de la buena gestión al servicio de la educación. Además, habló de su reciente libro “Política ATP”.

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Repercusiones: Entrevista con Guillermo Andino

Entrevista con Guillermo Andino
"Hay que buscar continuidades y no rupturas"



Gustavo Marangoni realizó una profunda entrevista con Guillermo Andino en la cual abordó diversos temas de la actualidad política y expresó: "en la Argentina hay que poner más esfuerzos en ver las continuidades y no las rupturas”. 

Si Evita viviera... Una reflexión sobre los mitos políticos



Hace algunos años, estaba paseando con mis hijos por un shopping –no recuerdo exactamente cuál, lo que importa muy poco porque conocer uno es conocerlos todos– cuando, viendo vidrieras un poco de reojo, me llamó la atención ese característico perfil de tres cuartos con los pelos al viento y la mirada al infinito de uno de los argentinos más reconocidos del mundo.
Ernesto Guevara estaba allí, embelleciendo con su boina toda una colección de remeras y otras prendas de un local de ropa que no se caracterizaba –y estoy bastante seguro que eso no ha cambiado al día de hoy– por su espíritu revolucionario.
Me voy a ahorrar los típicos comentarios que se pueden desprender de semejante visión para pasar a la reflexión que me disparó ver al Che como artículo de consumo de alta gama: ¿hubiera estado Guevara allí si en vez de continuar su intento revolucionario en el Congo y Bolivia se hubiera quedado en su despacho del Banco Nacional Cubano o en su rol de Ministro de Industria? ¿Y si hubiera muerto de viejo en su cama en La Habana? ¿Si hubiese pasado el resto de sus días combatiendo por su pueblo detrás de un escritorio como engranaje burocrático, pero no por ello menos fundamental, del gobierno?
Volvamos por un segundo a Ciudad Gótica. Estamos en el final de El caballero de la noche (The Dark Knight). Harvey Dent, el fiscal impoluto, el príncipe inmaculado, el villano y asesino, yace muerto luego de haber caído al vacío. Batman lo contempla y reproduce un diálogo que él mismo, en su faceta civil de Bruce Wayne, había tenido con Harvey unos días atrás: “O mueres siendo un héroe o vives lo suficiente para convertirte en el villano”.
La siguiente entrega de la trilogía, El caballero de la noche asciende (Batman: The Dark Knight Rises) comienza mostrándonos que el sacrificio de Batman, al haber hecho suyos los asesinatos de Dos Caras, tuvo el efecto deseado. Dent es ahora un símbolo, la representación antropomórfica de la lucha contra el crimen. Gótica inicia una era de paz construida sobre el relato de un pasado y un héroe que no parece condecirse exactamente con la realidad.
Gordon, en ese mundo, es el comisionado que se había manchado las manos haciendo el trabajo sucio para lograr la prosperidad, era la imagen de la guerra contra el crimen, del Estado en acción. Sus días en su puesto estaban contados porque había vivido lo suficiente para embarrarse basándose en que el fin justificaba la suciedad. Fue la acción que, amparándose en el mito, construyó el cambio.   
Los mitos, para consagrarse como tales, requieren de la existencia y la acción de otros protagonistas que, menos espectaculares e intransigentes, les den el marco para el lucimiento. Su histrionismo y seducción, aspectos siempre atractivos, se apoyan en la existencia menos visible pero siempre complementaria de los que aportan un lado menos luminoso de la vida, aparentemente rutinario y algo opaco, pero igualmente imprescindible. Sucede en todos los terrenos. ¿Quién no recuerda a Javier Portales, con su solvencia y profesionalidad, dándole el marco adecuado a un mucho más indisciplinado Alberto Olmedo en esa inolvidable zaga de Borges y Alvarez?
Pero retornemos a los mitos de la política. Los construimos para inspirarnos en sus actos y reflejar en ellos los valores más preciados que tenemos.
Bronislaw Baczko, filósofo e historiador polaco, va a definir estos imaginarios sociales como los procesos por los cuales “las sociedades se entregan a una invención permanente de sus propias representaciones globales, otras tantas ideas e imágenes a través de las cuales se da una identidad, perciben sus divisiones, legitiman su poder o elaboran modelos formadores para sus ciudadanos”. Este imaginario formará parte de la construcción de identidades al componer una figuración de sí misma, delimitar sus amigos y enemigos, rivales y aliados y encontrar un sentido de relación con la legitimación de un poder.
 La Argentina, por supuesto, tiene su propio panteón de héroes para definirse a sí misma, nombres casi indiscutibles, como el de San Martín y Belgrano, que se entremezclan con otros personajes que comparten por partes iguales amores y odios.
 La política posee una altísima responsabilidad en la contradicción de esos sentimientos por ser un campo que despierta pasiones. Lo que algunos hacen y dicen puede producir tanto idolatría como aborrecimiento.
 Ejecutar, ocuparse, construir, destruir. No se puede pretender que aquellos que trabajan para transformar la realidad pasen a la historia en un manto de respeto y cariño unánime, sin ser desafiados. 
 En nuestra historia, el peronismo ocupa un capítulo central y como tal, posee un espacio privilegiado en el tema que abordamos en este capítulo. La relación de Perón y Eva dentro del movimiento fue un baile coreografiado entre el mito y el estadista, entre el militar y la descamisada, entre el orden y la pasión. Evita murió en el esplendor de su gloria. La brevedad e intensidad de su vida, el vértigo y la fugacidad de su ascenso, el trágico final hicieron de ella el mito político perfecto. La dedicación obsesiva que le ofrecieron quienes la amaban y quienes la odiaban contribuyeron casi por igual a entronizarla y universalizarla. Perón, en cambio, vivió lo suficiente para tener que tomar muchas decisiones, en el poder o en el exilio, que necesariamente lo ubicaron en una posición distinta, más pragmática que la de su segunda esposa. Si ella se caracterizaba por su intransigencia, él se destacaba por su ambigüedad. Mientras Evita radicalizaba sus posiciones y predicaba para agudizar las contradicciones, el tiempo fue haciendo del General un artista en la conciliación de los más diversos intereses (de hecho, cuando a la muerte de Eva se radicalizó para suplir su ausencia, solo colaboró al aceleramiento de su caída).
 Todas estas características hicieron de Eva una fuente de materia prima cinematográfica de primera categoría, y su personaje –no estoy utilizando este término de manera accidental– el más retratado de los dos.
 Los motivos para que esto ocurriera son varios. A riesgo de caer en cierto forzamiento de la razón, pero asegurándonos de que al hacerlo estamos dejando de lado los motivos más trillados, el hecho de que Evita represente la emoción y Perón la racionalidad la convierten a ella en un elemento mucho más atractivo para el séptimo arte.
 La verdad histórica parece ser menos relevante al momento de elegir un relato para ser filmado. La vida de Eva resulta ser tan atrayente como desproporcional su legado fáctico en comparación con lo que dejó Perón. Sin embargo, eso no quita que su figura crezca en atractivo y fama global, muchas veces en desmedro de su esposo. El mito tiende a lo universal y la política a lo local. En el terreno que interesa y motiva al cine, las letras y la moda ella tiene más condiciones que él. La actriz, vence al militar.
Dejemos en claro un punto. Perón no vivió lo suficiente para ser un villano, sino que vivió lo suficiente como para ser discutido –a tal punto vivió que fue el hombre más longevo en asumir la presidencia en 1974–. Durante su vida, que incluyó tres presidencias, una secretaría, un ministerio, una vicepresidencia y un largo exilio, tomó cientos, miles de decisiones. Cada una de ellas hizo que su figura fuera más propensa a ser controvertida. Pero, como decíamos unos párrafos más arriba, la política es el campo de la acción y toda acción acapara reacciones, algunas de ellas positivas y otras no tanto. Perón hizo, y el que hace es juzgado por la historia. Creo que el General, dejando posicionamientos de lado, superó ese juicio con un amplio margen.
Perón fue el político, el estadista y el pensador que diseñó un modelo de país, y eso no se hace únicamente con una mitología, sino con los sinsabores propios de aquellos que modifican la realidad existente, con sus aciertos y sus errores (y horrores).
Sin Perón, Eva no hubiera existido y sin Eva, la historia de Perón hubiera sido diferente. Pero fueron los orígenes de Eva, su apuesta, su conocimiento de la pobreza, el rechazo, el poder, la enfermedad, la muerte temprana, la iconización positiva, la negativa, el secuestro de su cadáver, el nombre falso con el que estaba oculta en Italia, el regreso, en fin, todo lo que gira alrededor de Eva, lo que la convirtió en arte histórico y cinematográfico y, de hecho, eso terminó posibilitando que la pudieran interpretar artistas tan disímiles entre sí como Madonna, Nacha Guevara, Faye Dunaway, Esther Goris y Flavia Palmiero.
 La construcción de Eva como mito fue una labor que comenzó en vida y que  luego de su fallecimiento se aceleró e intensificó. Aun antes de morir, la mujer de Los Toldos era mucho más que una primera dama, y sus tareas iban más allá de los trabajos de la fundación que llevaba su nombre. Fue un mito, aunque peleaba por encontrar un lugar dentro del Estado.
 Eva Perón es una película argentina dirigida por Juan Carlos Desanzo y protagonizada por Esther Goris –en el que probablemente haya sido su mejor papel– y Víctor Laplace. El film tiene un plus, un adicional que le otorga un valor agregado que lo distingue del resto: el guion. La autoría es de José Pablo Feinmann y eso garantiza un relieve profundo y polémico.
 “Ahora quiero ser parte del Estado”, le hace decir Feinmann a Eva mientras peleaba por la candidatura para la vicepresidencia ¿Cómo convive un mito con el hacer, con el barro de la historia? ¿Pueden los mitos ser parte del Estado? Bueno, en este caso, no pudo. Los motivos fueron variados: porque se oponían los militares, porque Perón no quería, porque estaba enferma… Pero aquí las hipótesis se las dejamos a los historiadores, no vendremos nosotros a esgrimir porqués. Lo único cierto es que no pudo.
 ¿La hubiese ayudado a alimentar su lugar en la épica histórica haber ocupado la vicepresidencia o un rol específico y formal en la administración del aparato público? Podríamos sospechar que no, porque habría habido todo un armado legal que hubiera tenido que respetar, y su papel iba más allá del de las instituciones. Ella funcionaba sin una estructura de gobierno que la limitara, era el mito fundacional del movimiento, y los símbolos no pueden tener un cargo administrativo. Por lo menos no si quieren mantener su estatus.
 Este rol de equilibrio que mantenía en el gobierno se ve explícitamente cuando el gobierno de Perón comienza a flaquear al morir Evita. ¿Hay una casualidad, hay una causalidad?
 En una de las primeras escenas de la película, Perón está caminando por el Patio de las Palmeras de la Casa de Gobierno con otros dos militares. Existe preocupación entre la fuerza por los carteles que estuvieron apareciendo en la ciudad proclamando la candidatura de Eva a la vicepresidencia para la elección del 52. Un detalle no menor es que el Presidente también está con su uniforme de General, él también es uno más de los preocupados, aunque tiene la capacidad de presentarse desde una posición más conciliadora, como un mediador entre fuerzas disímiles dentro de una misma estructura de poder.
 Para calmar a las fieras, Perón les dice: “Para que Dios exista, tiene que existir el Diablo y como yo no quiero ser el diablo…”.
 Cuando muere Evita, Juan Domingo se ve obligado a ser ambas cosas: Dios y el Diablo. Se convierte en un equilibrista que funciona tanto como el jefe de la revolución como el presidente constitucional de los argentinos. Cuando pasa a ser ambas cosas, pierde el centro que tenía ganado cuando articulaba entre Eva, los militares, la CGT y tantos otros. Evita le quita el péndulo de aquel lado y él debe asumir un papel vacío de mediación. Hay una muerte de Dios –en el sentido de referencia y contención– cuando muere Evita.
 Este juego de roles se daba en una multiplicidad de esferas de la vida social, política y económica de ese período que, mientras Eva estuvo viva, logró equilibrarse bajo la fuerza de su figura arquetípica. Al fallecer, ese mito pasó a ser historia, entró en el panteón de la simbología argentina, tanto por sus propias virtudes y acciones como por la fuerza de lo que vino después y que la ayudaría enormemente a constituirse como leyenda.
 Feinmann (plenamente consciente de la construcción que existe alrededor de su protagonista y dispuesto a desmitificarla y discutirla) juega en su guion con una Eva decidida a salir del inmaculado rol que tenía reservado el peronismo para ella, decidida a bajar al llano, fundirse con las responsabilidades. José Pablo ubica a Juan Domingo y María Eva cenando en un salón que podría ser en la residencia presidencial del Palacio Álzaga Unzué o en la Casa Rosada. Evita acompaña los primeros minutos de la comida con una charla amena, hasta que no puede más y explota: “Decime, porque no me preguntás lo que me querés preguntar hace rato… ¿Por qué quiero la vicepresidencia?”. Perón –calculo que algo acostumbrado a los embates de honestidad de su mujer– le contesta evadiendo el conflicto: “Hasta donde yo sé es una jugada política de la CGT”. “Es una jugada política mía, política y personal. Sobre todo personal”, le contesta Eva. Y, una vez encendido el motor, acelera: “Yo tenía siete años cuando murió mi padre…”. Perón que debió haber escuchado esa historia un par de veces, intenta evitar la repetición y le dice que conoce bien lo que está a punto de decirle. Pero Evita –se la imagina Feinmann con cierto sustento real– no era fácil de callar.
“Yo siempre fui una ilegítima, Juan, una bastarda. Nunca tuve derecho a nada. Bueno, se acabó. Ahora quiero ser parte del Estado, quiero tener derecho, Juan. Oíme bien, no quiero que ningún hijo de puta me vuelva a preguntar nunca más ‘con qué derecho’, ¿entendés? Quiero la vicepresidencia, Juan, ese derecho quiero”.
Perón se saca la servilleta que tenía sostenida en el cuello de la camisa, toma un sorbo de su vaso mientras asiente repetidas veces manteniendo la mirada fija en un punto muy lejano a la mirada fulminante de Eva. Se seca la boca, deja el vaso y, sin siquiera devolverle la mirada, pregunta un poco a sí mismo y un poco a Eva, dejándole en claro su posición de absoluta evasión: “¿Habrá dulce de leche?”.
El símbolo quería dejar de serlo, quería vivir lo suficiente como para que la historia la juzgara como heroína o villana aunque finalmente, como ya hemos señalado, eso no sucedió durante su existencia, sino después. Para ella, no hubo dulce de leche, solo una muerte amarga y cruel que terminó de consolidar su “paso a la inmortalidad” como repetiría un peronismo convertido en régimen en todas las transmisiones radiales diarias a las 20 hs. 25 m.
Desde el 26 de julio de 1952 a la actualidad, como todo mito, fue reinterpretada desde los más variados paradigmas. Si Evita viviera sería…“la abanderada de los pobres y los humildes” precisamente para los pobres y los humildes, “Santa Evita” para la ortodoxia, “Evita Montonera” para la juventud maravillosa, “esa mujer” para quienes la odiaban sin nombrarla o una “transgresora” para la visión liberal-progresista.   
Dice Alejandro Dolina que los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos. Los mitos son exactamente eso, paraísos perdidos, promesas trágicamente incumplidas que siempre nos dejarán la incógnita contrafáctica sobre su realización. ¿Qué hubiese pasado si no hubiese muerto en ese frío invierno del 52? Respuestas varias: a Perón no lo hubiesen derrocado, la revolución justicialista se habría profundizado y todos los etcéteras que cada una quiera imaginar. Nunca lo sabremos. Y esa es precisamente la ventaja de los mitos, la rienda suelta a nuestra imaginación, a nuestros sueños, al diseño de la realidad como, quizás, nunca pueda llegar a ser.
Es en esa coexistencia entre la construcción que todo legado deja y la realidad con la que debió convivir, donde encontraremos algo parecido a una verdad histórica. Evita y el peronismo no fueron la excepción a la regla. Su historia no es una línea recta de un relato inmaculado. Sus símbolos y mitos se construyeron y se mancharon al igual que cualquier otro mortal lo hubiera hecho. No le debemos temer a los claroscuros de una mujer y un movimiento político que reflejan las contradicciones de la sociedad argentina. Solo en su reflejo podremos desentrañar la complejidad de nuestra realidad.


Para seguir leyendo

Baczko, Bronislaw, Los imaginarios sociales. Memorias y esperanzas colectivas, Buenos Aires, Nueva Visión, 1991.

Perón, Juan Domingo, Discursos completos, ediciones varias.


Para ver o volver a ver

Eva Perón, Dir. Juan Carlos Desanzo, Aleph Producciones S. A. junto al INCAA, 1996.