Repercusiones: Agenda Política

Gustavo Marangoni presenta su libro “Política ATP”


Gustavo Marangoni
Presidente del  Banco Provincia y una de las piezas esenciales del dispositivo político de Daniel Scioli, en Gustavo Marangoni convergen los rasgos del intelectual y el hombre de acción y gestión. El lunes 13 de mayo Marangoni presenta en la Feria del Libro Política ATP,
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Repercusiones: Terra TV


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Bailando por un reino. Acerca de la política como espectáculo


Hollywood tiene sus fetiches, ama las biopics –especialmente si relatan historias de superación personal– y le fascinan los musicales. Además, está hechizada por la Segunda Guerra Mundial. Este conflicto bélico, el más sangriento de la humanidad, ha funcionado como un faro para la meca del cine, prácticamente desde el día que Alemania invadió Polonia. Arriesguemos una hipótesis acerca del porqué de este enamoramiento: los malos –léase el nacionalsocialismo, el fascismo y el Imperio japonés, pero sobre todo quedémonos con los dos primeros– representan la antítesis de la autopercepción estadounidense sobre sus propios valores.
Los nazis se creían superiores, no solo a nivel ideológico, sino especialmente por su condición racial. Excluían y asesinaban sin tapujos a los opositores y arrasaron y exterminaron a naciones enteras; crearon métodos sistemáticos para el asesinato en masa y albergaron en sus filas a corruptos, locos y mesiánicos. En fin, convengamos que los muchachos hicieron méritos suficientes para que la historia los recordara como los villanos perfectos.
 En todo relato, también debe haber un héroe y, si no hilamos demasiado fino y dejamos a un lado los bombardeos incendiarios, los gulags y las bombas atómicas, veremos que los aliados construyeron un mito bastante acertado de su labor entre 1939 y 1945 y en el que Hollywood tuvo mucho que ver. Desde el minuto uno, los estudios de Los Ángeles trabajaron incansablemente para reducir la guerra a una relación binaria: malos muy malos contra buenos muy buenos.
 Por ejemplo, El discurso del rey (The King’s Speech) es una película que tiene casi todos los componentes que la Academia prefiere. No es una película bélica, es verdad, pero está ambientada en los años previos a la Segunda Guerra, y su momento cúlmine transcurre en los primeros días del conflicto, cuando Londres esperaba el inminente desenlace, la tormenta.



La ciudad es retratada expectante, casi ansiosa por lo que vendrá. No hay tiros, pero El discurso tiene todo lo demás: un hombre que parecía estar predestinado a ser un eterno segundón y que, por gracia del destino, se convierte en el líder de una nación necesitada de guía; una minusvalía física que es superada con la ayuda de un terapeuta poco ortodoxo y, de telón de fondo, los nazis revoloteando.
 Jorge VI, el protagonista del film, caracterizado fenomenalmente bien por Colin Firth, vive a la sombra de su padre, Jorge V, como el segundo en la línea sucesoria, lo que significa algo así como ser el tercer arquero de un equipo de fútbol: existe la remota posibilidad de atajar, pero en general nunca se da. Bueno, Jorge entró a jugar en medio de un River-Boca, perdiendo dos a cero, con un penal en contra y tuvo la capacidad de dar vuelta el resultado.
 Su hermano, Eduardo VIII, había asumido la corona al fallecer el rey, en enero de 1936, pero en diciembre de ese mismo año, abdicó para casarse con Wallis Simpson, una plebeya estadounidense que, como frutilla del postre, era divorciada. Al prohibir la ley británica tal unión, Eduardo prefirió dar un paso al costado para pasar el resto de su vida con Simpson –y si no fuera porque ambos tenían cierta simpatía hacia el nacionalsocialismo, su historia, que el cine también ha reflejado en un par de películas, sería un clásico cuento de hadas–.
 Así, Jorge VI entró a la cancha. Solo tenía un pequeño problema: era tartamudo. Si esta misma historia hubiera ocurrido a mediados del siglo xviii, la tartamudez hubiera sido solo un detalle anecdótico, conocido únicamente por eruditos de la realeza británica. Pero a finales de la década del treinta, los medios de comunicación, y sobre todo la radio, tenían una influencia en la vida cotidiana cada vez mayor. Por esa razón, Jorge, incluso antes de ser Jorge VI, decide ir a un especialista, Lionel Logue (Geoffrey Rush), para curar esa afección.
 Obviamente, después de algunas idas y vueltas, de abandonos, decepciones, semitraiciones y demás condimentos obligatorios para este tipo de film, Jorge alcanza cierta mejoría. Es decir, con cierta dificultad, puede hablar de corrido, algo que para varios políticos contemporáneos es una hazaña difícil de alcanzar.
 Entonces llega el día. Londres le declara la guerra a Berlín y el rey tiene que comunicarse con su pueblo. Debe transmitirle seguridad, calma y confianza, atributos que son más fáciles de comunicar si uno no tartamudea.
 Allí está el rey, en la antesala de lo que será el discurso más importante de su vida, el primer discurso de una nación en guerra. Practica una y otra vez las partes más complicadas. Logue lo incentiva, lo acompaña en cada párrafo. Pero Jorge se equivoca constantemente hasta que explota: “Si soy rey, ¿dónde está mi poder? Puedo… ¿Pu… pu… Puedo formar gobierno? ¿Pu… pu… Puedo… subir los impuestos? ¿Declarar la guerra? ¡No! Aun así soy… soy… soy la base de toda autoridad. ¿Por qué? Porque la… la… la nación cree que cuando hablo, hablo por ellos. Pe… Pe… Pero no puedo hablar”.
A finales de la década del treinta, cuando los hogares del mundo eran conquistados por la radio, la palabra era un recurso valiosísimo. De allí la desesperación de este rey cuya única labor verdadera era la de funcionar como un símbolo y, como tal, no podía darse el lujo de tartamudear, de mostrarse débil. Ningún símbolo puede ser débil.
 La película refleja la importancia de los medios en la época cuando el rey incorpora la novedad de la radio para hacer masivo su saludo de Navidad. Sabiendo las dificultades de su hijo, lo hace sentarse frente al micrófono: “Siéntate bien, erguido. Míralo de frente (al micrófono), como buen inglés. Que sepa quién está al mando”. El bueno de Firth en el papel de Jorge, cuyos problemas emocionales deberá solucionar con su psicólogo, le responde que no puede leer eso, a lo que el rey, sin un atisbo de paciencia o consideración paternal, le retruca: “Esta cosa endiablada cambiará todo si no puedes. Antes bastaba con que un rey usara uniforme y no se cayera del caballo, ahora debe invadir las casas y congraciarse con todos. Esta familia se ha reducido a esas bajas criaturas, ahora somos actores”. “Ahora somos una ‘firma’”, responde resignado el hijo, “y podemos quedarnos sin trabajo”, cierra el padre.
La pregunta que deberíamos hacernos es si hoy en día el rey podría sortear su incapacidad para hablar de corrido hasta transformar su falencia en una virtud. En la era de la imagen, si el tipo tiene pinta o si se convierte en un personaje singular, el hecho de tener una presencia acorde con lo que la televisión requiere resulta ser tan crucial como en su momento lo fue la voz para la radio. ¿O alguien le conoce la voz al príncipe William?
  Durante la Segunda Guerra Mundial, las alternativas de la gente para conocer lo que estaba sucediendo o para relacionarse con sus líderes estaban mucho más limitadas, y la radio era una de las vías más importantes. De allí la importancia de poder escuchar a su rey. Pero en la actualidad, ese mismo público ve.
 En 1960 se televisó por primera vez un debate presidencial en los Estados Unidos y, más que nunca, la sentencia de Jorge V sobre la importancia de la condición de actor de todo representante público cobra en este contexto un valor superlativo.
Por el partido demócrata, se presentaba el joven y buen mozo miembro de una familia tradicional católica irlandesa: John Fitzgerald Kennedy. Por los republicanos, un también joven pero indudablemente rancio Richard Milhouse Nixon. El primero se mostró tranquilo y sereno, como pez en el agua. Ante la pantalla, se expuso como un galán de Hollywood, bronceado y de sonrisa perfecta. Nixon era Nixon.



 En la película Frost/Nixon, se desarrolla un diálogo que hace referencia a ese debate. Frank Langella, que interpreta al expresidente norteamericano, antes de comenzar la primera entrevista con Frost (Michael Sheen, el Tony Blair de La Reina [The Queen]) le comenta que había perdido aquella elección presidencial, porque durante la transmisión, debido al calor de las luces, el país lo había visto sudar constantemente ante las cámaras y, para evitar nuevamente ese error, a partir de aquel momento, siempre llevaba un pañuelo para secarse la transpiración excesiva durante las entrevistas.
 En cuanto al tartamudeo, en la actualidad, si uno puede controlarlo y transformarlo en una característica propia, no te quita de la cancha. Pero es más difícil manejar otro tipo de circunstancias en cuanto a lo gestual. Si en un debate uno se muestra perdido, buscando la cámara, pifiándole a la salida y confundiendo el nombre de la esposa del conductor al mandarle un saludo, bueno, esa es una imagen que ningún discurso, palabra, ni golpe sobre la mesa pueden equilibrar.
 En nuestros países faltos de monarquía, los presidentes ocupan el espacio de la realeza, no tanto por el tipo de autoridad que detentan, sino porque tienen que constituirse en símbolos. Ser símbolo no significa perder las facultades ejecutivas, sino convivir con ellas al mismo tiempo que se trabaja en la imagen y la palabra. El ritual es importante, diría el Principito. Y si el personaje de Saint-Exupéry hubiera vivido en esta época, además de tener Facebook, diría que el ritual es exponencialmente importante.
Todo poder conlleva una cuota de elementos simbólicos que deben resguardarse como el poder mismo. No me refiero solo a la Corona y el Cetro, sino también a las imágenes y retratos oficiales del Presidente o del Primer Ministro –que están sutilmente pensados–, la arquitectura simbólica de dónde se hospeda quien ejerce el poder, su vestuario, su ornamentación, las palabras que usa, la manera en la que saluda, los gestos que hace, la sonrisa que esboza.
 Dick Morris, asesor político estadounidense conocido principalmente por su trabajo con Bill Clinton, escribió en El nuevo príncipe que un gobernante no puede caer por debajo del 50% en las encuestas de imagen positiva. Si así lo hiciera, los problemas irían más allá del ego del político; los problemas se trasladarían al plano gubernamental. Porque sin el apoyo del electorado se hace difícil formar gobierno, dictar política económica, política exterior y un largo, largo etcétera.
 Por ello, el líder deberá estar todo el tiempo pendiente de mantenerse fiel al personaje que se creó para llegar adonde llegó, porque todo el tiempo lo estarán observado, estudiado y juzgando. Piénsenlo un minuto: ¿hay un nombre público más mencionado por el ciudadano común que el de su presidente?
 Volviendo a El discurso del rey, para Jorge el problema era su tartamudez, y para el político contemporáneo, serán todas las inconveniencias relacionadas con su imagen. El cuidado del acting debe ser permanente. Al igual que el rey cuando decía que hablar era su obligación, los presidentes tienen que componer muy bien su propia caracterización presidencial para que la ciudadanía los elija, esa será su obligación.
 La película Frost/Nixon termina con una sentencia implacable de Nixon. Luego de humillarlo en la entrevista, Frost va a visitar al expresidente a su casa de San Clemente para agradecerle y despedirse y, además, aprovecha la reunión para darle como obsequio un par de mocasines que Nixon le había halagado.
El presidente interpretado por Langella aparta de la reunión al que había sido su entrevistador y, luego de preguntarle por las fiestas que solía hacer el conductor, realiza una confesión que describe perfectamente la relación contemporánea entre política, popularidad e imagen: “No tienes idea de lo afortunado que eres, al querer a la gente, al ser querido, tener esa facilidad, esa ligereza, ese encanto, yo no lo tengo. Nunca lo tuve. Eso te hace preguntarte, ¿por qué elegí una vida en la que debes ser querido? Me va mejor una vida de ideas, debates, disciplina intelectual. Creo que nos equivocamos, tu deberías ser político y yo, un agresivo entrevistador”.
Nuestro presente marca que la doxa prima por sobre la episteme –la opinión importa mucho más que el conocimiento–. Probablemente tus posibilidades disminuyan seriamente si tenés un aspecto descuidado, si poseés un modo irritante de relacionarte o si carecés de la capacidad de síntesis para expresar una idea en tiempos adecuados para la televisión.
 Vivimos en una época adicta a la crocancia y al burbujeo. Si no cruje al masticarlo, no sirve. Si no tiene burbujas al beberlo, es insulso. Suena casi irónico, pero los alimentos –o las sustancias comestibles para no presuponer nutrición– con estas características generan adicción. Por eso, le pedimos a los que gobiernan que tengan el mismo crujir y las mismas burbujas que un conductor de televisión, porque nos volvimos adictos a estas características, las necesitamos, las buscamos en cualquier lugar. Los símbolos se construyen, en parte, sobre los requerimientos de la población, así que ¡a crujir y burbujear se ha dicho! ¡A construir la necesidad de que se te escuche y se te vea!
 El viejo político de la época de la imprenta, el de los discursos legislativos, el del hablar sereno y pausado, el viejo sabio ya no encaja. Si nos transladáramos a la actualidad, el rey Jorge, debería estar preocupado más que por su problema de tartamudez, por cómo da en televisión. Al fin y al cabo, con una pizca de carisma, un toque de baile, algún romance mediático, cierta tapa de revista ya puede salir un símbolo moderno sobre el que Hollywood podrá filmar el musical que tanto le gusta. ¿Les parece un título adecuado Bailando por un reino?

Para seguir leyendo

Morris, Dick, El nuevo príncipe, Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 2002.


Para ver o volver a ver

El discurso del rey (The King’s Speech), Dir. Tom Hooper, The Weinstein Company y UK Film Council, 2012.

Frost/Nixon, Dir. Ron Howard, Universal Pictures, Imagine Entertainment y Working Title Films, 2008.

Repercusiones: Nota en el estadista.com

Un libro original y recomendado para todo público

(Reseña escrita por Luis Tonelli)

El autor propone un paseo por los clásicos de la teoría política a través de distintas escenas de películas muy recordadas
“Una buena película es como la vida, pero sin las partes aburridas”, dijo alguna vez Alfred Hitchcock. Y en nuestras hiperexcitadas vidas consumistas el aburrimiento hace estragos en lo que concierne a los procesos de aprendizaje que demandan una atención un tanto más profunda que el reflejo pavloviano de ver para querer.

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A Hitler lo mató el entorno. La influencia sobre El Príncipe



Todos tenemos nuestra historia con taxistas y todo taxista debe tener una historia con algún pasajero. Al convivir permanentemente con un flujo constante de variopintas personalidades que se van sentando una tras otra en el mismo espacio a centímetros de distancia de sus espaldas, además de generar un enorme sentido de la paciencia en los conductores o, en el otro extremo, volverlos terriblemente irritables, aumentan las posibilidades estadísticas de que los tacheros sean los que tengan las anécdotas más interesantes, pero bueno, esta vez le toca a uno de ellos ser la estrella.
Hace unos años, me tomé uno de estos autos negros y amarillos cerca de mi casa para ir a ya no recuerdo dónde. Al pasar por la puerta de un cine, un enorme cartel de La caída (Der Untergang, o su título internacional en inglés, Downfall) llamó la atención del hombre que manejaba, quien, como suelen hacer, entabló unilateralmente una conversación.
“Después de diez años sin ir al cine”, comenzó “llevé a la patrona (sic) a ver esa película de Hitler”. “¡Ajá!”, ensayé como única respuesta. No suelo ser un hombre que rehúya al diálogo, pero ese día, tal vez previendo un tema espinoso, preferí atenerme a escuchar y nada más.
“Bien, interesante”, prosiguió el chofer, “de la película surge claramente que lo que lo mató fue el entorno”.


No me pidan respuesta porque no creo haber dado ninguna. El comentario me dejó bastante desconcertado, ya que yo había visto la misma película unos días antes y el mensaje que me transmitió estaba a años luz del que le había dejado a él.
La Caída cuenta los últimos días de Adolf Hitler al frente de la Alemania nazi. Con los rusos en la puerta de Berlín, Hitler se refugió en su búnker cercano a la Cancillería junto a los que quedaban de su círculo íntimo. Desde ahí, manifestó los últimos atisbos de locura de su régimen: planificó contraataques con unidades imaginarias, ordenó una resistencia civil hasta las últimas consecuencias, inventó escuadrones aéreos y terminó su raid casándose con Eva Braun para, luego de matar a su perro, suicidarse junto a su efímera mujer.
La película, en parte basada en los relatos de una de las secretarias privadas del austríaco, Traudl Jung, hace foco no solo en el dictador, sino que, a medida que el relato va ingresando en la desesperación de la lucha a muerte que se estaba viviendo afuera del refugio, las personas que compartieron esos momentos finales cobran un protagonismo mayor.
Cuando ya todo estaba decidido y lo único que aún mantenía un leve interrogante era la velocidad en la que el final llegaría, el séquito manifiesta sus características con una sinceridad que solo puede aflorar al saberse acabado.
Los generales temerosos de decir la verdad se subsumían en el miedo; los lugartenientes acólitos como Goebbels, el ministro de propaganda, y su mujer, Magda, llevaban su incondicionalidad al extremo de quitarle la vida a sus seis hijos antes de suicidarse ellos mismos para que ninguno cayera en mano de los soviéticos; los que aún poseían un sesgo de cordura huían; los arribistas también escapaban, pero para mantener algún porcentaje de poder que solo existía en sus cabezas, como Heinrich Himmler, el líder de las SS, quien al comienzo de la película huye hacia el oeste con la intención de firmar una paz por separado con los norteamericanos y así transformarse, en su retorcida imaginación, en una pieza clave en el armado geopolítico de posguerra.
Ese heterogéneo grupo que rodeaba a Hitler fue como un reflejo deformado y exagerado de lo que sucede en cualquier sistema político. Para adentrarnos en los mecanismos que producen relaciones de poder en un gobierno, no solo debemos realizar un trazado institucional que explique el funcionamiento formal de los complejos burocráticos del Estado, sino que, sobre todo, hay que poner la lupa en la vida interior de esos “elefantes”.
Allí dentro, encontraremos una lógica de relacionamiento muy particular que posee sus propios códigos: los círculos áulicos. Las personalidades de sus componentes, las peleas, alianzas y traiciones de los que rodean a los que gobiernan nos pueden ofrecer un análisis más realista de cómo y por qué se hace lo que se hace.
Estas cortes palaciegas existen más allá de las características propias del régimen. Los hubo en Roma, en el Imperio mongol, en la Edad Media, en los sistemas parlamentarios, presidencialistas, dictatoriales y autoritarios. Siempre que haya alguien que dirige, hay un equipo que, detrás, obedece.
Pero esa obediencia viene acompañada de luchas intestinas de las cuales no siempre estamos enterados y que, sin embargo, tienen una relevancia superlativa para que las políticas salgan a la luz o desaparezcan para siempre en un halo de misterio. Ya sea para ganar una guerra, para implementar un programa impositivo o simplemente para generar un soporte emocional, las luchas dentro del mismo riñón son búsquedas personales de poder. ¿Obtener poder para hacer qué? La respuesta a esa duda no es ni uniforme ni clara.
Volvamos a la película de Los Simpson y a Cargill. La familia amarilla se acaba de escapar del domo, y la cabeza del EPA llega tarde para evitar la fuga, por lo que le pide a uno de los agentes que lo acompaña que inicie la búsqueda para regresarlos al sitiado pueblo: “Para que nadie más escape, quiero escuadrones de la muerte en el perímetro las 24 horas. Diez mil hombres rudos y diez mil débiles para que los rudos parezcan más rudos y quiero que se formen así: rudo, rudo, débil, rudo, débil, débil, rudo, rudo, débil, débil, rudo, débil”. 


Ante la incoherencia del discurso, el agente que recibe las órdenes reafirma lo que se ve a simple vista: “Señor, me temo que el poder lo ha enloquecido”. “Claro que sí”, le contesta Cargill, “trate de enloquecer sin poder, nadie le hace caso”.
Ya vimos en el capítulo anterior cómo la influencia y ambición de los cargills puede llevar fácilmente al desastre. Pero los asesoramientos también están llenos de subjetividades, miedos y temores. Cargill parecía muy seguro y confiado en lo que se debía hacer y en el cómo hacerlo, pero ¿y si Cargill se hubiera tenido que enfrentar a otros de su calaña? ¿Si la torta de poder en juego hubiera sido ambicionada por muchos para lograr que la locura fuera acompañada por obediencia? ¿Cuándo hablar y cuándo callar ante el gobernante? ¿Hasta dónde ceder las propias creencias en pos de un proyecto colectivo? ¿Desafiar una postura equivocada, siendo consciente del error, o callar y aguardar a que decante sola? ¿Enfrascarse en una lucha a muerte para escalar posiciones o esperar sentado a que tu buen trabajo traiga frutos que tal vez nunca lleguen?

En la película –un reflejo bastante fidedigno de lo que realmente pasó–, ninguno de los generales de Hitler le quería decir que ya todo estaba perdido, que ningún ejército los podría salvar, que la lucha hasta el final era condenar al pueblo que lo había llevado hasta allí a una muerte lenta y espantosa. El miedo al poder puede resultar muy contraproducente para sortear situaciones de extrema tensión y conflicto.
El cine también ha reflejado estos contextos que rodean a la toma de decisiones en un régimen democrático, donde se presupone que el diálogo puede llegar a primar por sobre la decisión unilateral del que manda. Pero la cosa no resulta ni tan lineal ni tan fácil de resolver.
Trece días (Thirteen Days) relata lo que se conoció como la crisis de los misiles, probablemente el momento de la historia en que el mundo más cerca se encontró de una guerra nuclear.


En 1962, la Unión Soviética comenzó a construir bases de misiles en Cuba desde donde podría lanzar perfectamente un ataque nuclear a Estados Unidos. Gracias a las fotografías de un avión espía, los norteamericanos se enteran del asunto y comienzan a discutir cuál será el plan de acción indicado para detener la amenaza antes de que las bases estén completamente operativas. Las opciones eran tres: un ataque aéreo preciso sobre la zona de las bases, bombardear e invadir la isla o, por último, mantener abierto y activo el canal diplomático para convencer a los rusos de que cesaran en sus intentos de meter misiles nucleares a solo unos pocos kilómetros de distancia del estado de Florida.
La película se centra en, obviamente, los trece días que duró el conflicto y los “combates” que se vivieron dentro de la Casa Blanca para decidir cuál era la mejor manera de actuar. Al igual que en el Boca de Veira, aquí también había halcones y palomas.
Los militares eran los más extremistas, querían sangre y la querían ya. El presidente Kennedy (interpretado por Bruce Greenwood) dudaba. Venía de la experiencia de Bahía de los Cochinos, una invasión frustrada a Cuba liderada por exiliados cubanos apoyados en pertrechos y entrenamiento militar estadounidense. Ese recuerdo del fracaso y las imágenes de los anticastristas masacrados aún estaban demasiado frescos.
Sin embargo, la opción diplomática se presentaba lenta y proclive a verse como una muestra de duda por parte del gobierno ante la mojada de oreja que los rusos habían llevado adelante en el mismísimo patio trasero de Estados Unidos.
Ante este escenario de suma cero, JFK, junto con su hermano y Fiscal General, Bobby (Steven Culp) y el asistente multiuso del presidente, Kenneth O’Donnell (Kevin Costner), deciden como primera medida realizar una cuarentena alrededor de la isla para impedir la entrada de todo buque. De esa manera, esperaban detener la construcción de las bases y obligar a los rusos a sentarse a conversar.
Sin embargo, uno de los barcos rusos logró traspasar la cuarentena que habían instalado las naves de guerra estadounidenses y, como aditivo para mantener el suspenso y tensión en la historia, no contestó ninguno de los llamados por radio. ¿Qué hacer? Los militares querían actuar de acuerdo con su entrenamiento, es decir, disparando. El almirante a cargo de la respuesta ordenó al personal del barco de guerra que perseguía a los rusos que se pusiera en posición de combate.
El Secretario de Defensa, Robert MacNamara (Dylan Baker), quien luego del magnicidio de Kennedy seguiría en su puesto con Lyndon Johnson y tendría un rol tan fundamental como polémico –casi asesino– en la guerra de Vietnam excelentemente reflejado en el documental Niebla de guerra (Fog of War), no podía creer lo que estaba escuchando: los militares prácticamente estaban incentivando una guerra nuclear.
“¿Qué están haciendo?”, le pregunta MacNamara al almirante. “Cumpliendo con nuestra misión, señor, así que si no le importa, tenemos que ocuparnos de nuestro trabajo”. ¡El descarado le habla así a su jefe, no le importa nada! “Almirante, le he hecho una pregunta”. Insiste el Secretario. La respuesta no es muy tranquilizadora. “Vamos a aplicar el procedimiento que estaba previsto, procedimiento a seguir que el Presidente aprobó y firmó en su orden del 23 de octubre. (Se comunica con el capital del Barco). Sí, puede proceder, capitán. Vacíen sus cañones”. ¡Vacíen sus cañones! ¡Están todos locos! “Maldita sea, ¡detenga esos disparos!”, ordena MacNamara. “¡Alto el fuego, alto el fuego!”, transmite el almirante al barco “¡Por el amor de Dios! ¡Esos barcos disparaban avisos, bengalas, señor Secretario! Maldita sea, tengo mucho trabajo que hacer, usted está aquí encerrado desde el lunes por la noche, está cansado agotado y está cometiendo errores, si obstaculiza mi tarea hará que maten a algunos de mis hombres y no lo voy a permitir”.
Este muchacho es un insolente, pero es un peón más dentro de la lucha interna que se libraba entre los asesores, ministros, secretarios y la plana mayor de las Fuerzas Armadas. Todos ellos hacían y deshacían para que el presidente actuara como ellos querían que actuara, aun si eso significaba un holocausto nuclear.
Así, los militares se movían desafiando las órdenes del presidente –algo que parece no suceder únicamente por estas latitudes– al elevar los niveles de alerta, desconfiando en la capacidad de acción de Kennedy y parte de sus asesores. Los halcones desafiaban a las palomas por más que fueran estas últimas las que tenían la legitimidad y legalidad de su lado.
Cuando el almirante vuelve a la carga no parece entender con quién habla. “No se entrometa en lo nuestro, señor. La Marina ha dirigido bloqueos desde la época de John Paul Jones”. Jones fue un corsario al servicio de la Revolución americana de 1776.
MacNamara le replica que la orden de disparar solo podía ser autorizada por el Presidente, pero el marinero de alto rango le responde que no estaban disparando. Bastante nervioso, el Secretario le salta a la yugular: “¿Y qué diablos ha sido esto?”. La respuesta es bastante insólita pero nos brinda mucha tela para cortar. “Disparar contra un barco, significa atacar al barco ¡No estábamos atacando! ¡Disparábamos por encima de él!”.
El político con un cargo público, en general, es un hombre de acción que descansa sobre un grupo de asesores que lo guían sobre cuestiones específicas planeadas de acuerdo con los lineamientos que el líder demarca, los famosos tecnócratas. Ahora bien, muchas veces sucede que los técnicos que se agrupan alrededor del decisor se encierran en el mundo limitado de su propio saber específico.
Así, un ministro de economía puede afirmar que lo mejor para salir de una crisis es realizar recortes presupuestarios y aumentar impuestos. Probablemente, dicha fórmula se encuentre en algún manual académico, pero si es llevada a la práctica, no solo puede presentarse como una opción poco efectiva, sino también como un suicidio político.
Para el almirante, disparar era destruir, así lo debía especificar el reglamento naval, pero para alguien que mira más allá, que tiene la capacidad de observar el panorama desde una óptica global, disparar es que salga cualquier tipo de proyectil en dirección al barco enemigo y, en un momento de tensión absoluta, en el que una mala jugada puede hacer desaparecer al mundo, un disparo es un disparo, por más que se apunte a 22 kilómetros de distancia del objetivo.
“La orden del Presidente incluía cualquier tipo de disparo. ¿Qué pasará si los soviéticos no ven la diferencia? ¿Si cometen el mismo error que yo? No se disparará nada cerca de un barco soviético sin que yo lo autorice personalmente. ¿Lo entendió, Almirante? ¿Está claro?”. Algo ofuscado, el militar de gatillo fácil le responde con un lacónico: “Sí, señor.” “Y solo daré semejantes instrucciones”, concluye MacNamara, “cuando me lo ordene el Presidente ¡Esto no es un bloqueo! ¡Esto es un nuevo lenguaje! Un nuevo vocabulario, como ningún otro que se conozca en el mundo ¡Así es como el presidente Kennedy está comunicándose con el premier Kruschev!”.
La historia concluye con un final relativamente feliz: seguimos vivos. Rusia sacó sus misiles a cambio de que Estados Unidos quitara los que tenía en Turquía.
Los entornos van más allá de recomendaciones, consejos y gobiernos. El líder también puede jugar hacia el exterior con la “oscuridad” de su relación con las segundas líneas. De esa manera, se esconde detrás de personajes que la opinión pública no ve con buenos ojos para tomar decisiones difíciles o que puedan perjudicar su imagen. Así, siempre deja margen para que desde la población se piense que es el entorno el que lo está perjudicando y, si la cosa se complica, resulta mucho más fácil eyectar al ministro o asesor hacia la humillación pública que asumir culpas.
Sin ir más lejos, la relación entre Perón y López Rega es un ejemplo bastante claro en este sentido. López Rega era un cabo de la policía durante el primer gobierno de Perón que terminó siendo una especie de valet durante el exilio del General en Puerta de Hierro. El hombre era básico como pocos, pero terminó siendo la figura más poderosa y temida durante la última presidencia de Juan Domingo desde el Ministerio de Desarrollo Social.
“El brujo”, como le decían por su afinidad a las artes ocultas, es la representación de todo lo oscuro que un hombre de confianza puede ser. Su paso por nuestra historia grafica el daño que puede ocasionar una persona de confianza nulamente instruida, sin ningún antecedente político ni de gestión, esotérico, manipulador, corrupto y asesino. Su poder llegó a límites insospechados cuando pasó de ser un mero asistente a ministro y jefe de la inefable fuerza parapolicial Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A.
Durante años, se discutió cuánto de lo que hacía este personaje era de conocimiento de Perón. Más allá de cualquier planteo dialéctico, existe un dato objetivo sobre el que no se puede adjetivar demasiado: Perón podría haberle dado una patada a López Rega de haberlo querido, pero no lo hizo (para quien le interese profundizar el tema, hay un libro de José Pablo Feinmann, López Rega, la cara oscura de Perón, que les puede resultar más que interesante, aunque tal vez sea algo difícil de conseguir).
¿Y si el entorno es eficiente y ambicioso? La amenaza de la competencia dentro de las propias filas es otra razón para salir eyectado del poder. Cuando la prensa comienza a tildar a un ministro de “superministro”, las horas del susodicho están contadas.
Puede suceder que las cortes palaciegas se transformen en ámbitos de competencia ilógica y de ambiciones desbordantes. En algunos casos, los adjetivos positivos o negativos se transformarán en meros adornos en pos de la propia supervivencia en donde no siempre hacer las cosas correctamente puede traer tranquilidad o una palmadita de felicitación en la espalda.
Aunque tenga que contradecir al bueno del taxista, el entorno no fue el causante de la locura nazi, sino un engranaje más de la maquinaria. Los acólitos están ahí porque el líder los requiere, ya sea para crear grandes proyectos políticos o para hacerlo reír cuando las cosas están tensas. Sin embargo, el gobernante siempre guardará para sí la capacidad de tomar la decisión final. Kennedy tuvo sus palomas y halcones pero terminó apoyándose en las ideas de aquellos asesores que consideraba más acordes con las suyas propias. Hitler directamente no tiene excusa ni perdón y aquellos que lo rodeaban, más que palomas y halcones, se dividían entre caranchos y buitres. Allí no existió una opción viable, fue todo pérdida.

Para seguir leyendo

Larraquy, Marcelo, López Rega. El peronismo y la Triple A, Buenos Aires, Aguilar, 2011.

Feinmann, José Pablo, López Rega, La cara oscura de Perón, Buenos Aires, Legasa, 1987.

Matus, Carlos, El líder sin Estado Mayor, Buenos Aires, Universidad de la Matanza, 2009.

Kissinger, Henry, La diplomacia, México DF, Fondo de Cultura Económica, 2001.


Para ver o volver a ver

La caída (Der Untergang), Dir. Oliver Hirschbiegel, Constantin Film Produktion, 2004.

Trece días (Thirteen Days), Dir. Roger Donalds, New Line Cinema, 2000.

Niebla de Guerra (The Fog of War), Dir. Errol Morris, Sony Pictures Classics, 2003.

Repercusiones: Nota en El Día de La Plata


También habló Marangoni de su libro “Política ATP” (apta para todo público), editado recientemente, en el que desarrolla una introducción a la política a través de películas famosas, o “pochocleras”, como él las define. “Tiene que ver con mi rol de docente desde hace 25 años. Conceptos como el poder, la economía, el enemigo, la democracia, y concepciones de Aristóteles o Maquiavelo, se pueden empezar a ver desde películas como Indiana Jones o el Señor de los Anillos”, dice.



Nota completa en El Día

Repercusiones: Nota Notibonaerense

“En Argentina hay un síndrome de Juan de Garay”

GUSTAVO MARANGONI, TITULAR DEL BANCO PROVINCIA
GUSTAVO MARANGONI, TITULAR DEL BANCO PROVINCIA
“En la Argentina hay un síndrome de Juan de Garay. Cada uno que llega viene con la intención de refundar todo. Y un país necesita continuidad, cambiando lo que sea necesario”.
El concepto, que parece cuestionar tanto al oficialismo nacional como a la oposición, y que sin duda explica la consigna con la que Daniel Scioli va instalando su aspiración presidencial - “Continuidad con cambio”-, pertenece a Gustavo Marangoni, presidente del Banco Provincia y uno de los hombres de máxima confianza del Gobernador. Lo dijo anoche, en el programa “En la mira”, del canal Imagen Platense, en el 20 de la grilla local de Cablevisión, que conduce la periodista Sandra Ramos los martes a las 22.
Ver nota completa en Noti Bonaerense