Todos tenemos nuestra historia con taxistas y todo
taxista debe tener una historia con algún pasajero. Al convivir permanentemente
con un flujo constante de variopintas personalidades que se van sentando una
tras otra en el mismo espacio a centímetros de distancia de sus espaldas,
además de generar un enorme sentido de la paciencia en los conductores o, en el
otro extremo, volverlos terriblemente irritables, aumentan las posibilidades
estadísticas de que los tacheros sean los que tengan las anécdotas más
interesantes, pero bueno, esta vez le toca a uno de ellos ser la estrella.
Hace unos años, me tomé uno de
estos autos negros y amarillos cerca de mi casa para ir a ya no recuerdo dónde.
Al pasar por la puerta de un cine, un enorme cartel de La caída (Der Untergang,
o su título internacional en inglés, Downfall)
llamó la atención del hombre que manejaba, quien, como suelen hacer, entabló
unilateralmente una conversación.
“Después de diez años sin ir al
cine”, comenzó “llevé a la patrona (sic) a ver esa película de Hitler”.
“¡Ajá!”, ensayé como única respuesta. No suelo ser un hombre que rehúya al diálogo,
pero ese día, tal vez previendo un tema espinoso, preferí atenerme a escuchar y
nada más.
“Bien, interesante”, prosiguió el
chofer, “de la película surge claramente que lo que lo mató fue el entorno”.
No me pidan respuesta porque no
creo haber dado ninguna. El comentario me dejó bastante desconcertado, ya que
yo había visto la misma película unos días antes y el mensaje que me transmitió
estaba a años luz del que le había dejado a él.
La Caída cuenta los últimos días de Adolf Hitler al frente de la Alemania nazi. Con
los rusos en la puerta de Berlín, Hitler se refugió en su búnker cercano a la
Cancillería junto a los que quedaban de su círculo íntimo. Desde ahí, manifestó
los últimos atisbos de locura de su régimen: planificó contraataques con unidades
imaginarias, ordenó una resistencia civil hasta las últimas consecuencias,
inventó escuadrones aéreos y terminó su raid
casándose con Eva Braun para, luego de matar a su perro, suicidarse junto a su
efímera mujer.
La película, en parte basada en
los relatos de una de las secretarias privadas del austríaco, Traudl Jung, hace
foco no solo en el dictador, sino que, a medida que el relato va ingresando en
la desesperación de la lucha a muerte que se estaba viviendo afuera del
refugio, las personas que compartieron esos momentos finales cobran un
protagonismo mayor.
Cuando ya todo estaba decidido y
lo único que aún mantenía un leve interrogante era la velocidad en la que el
final llegaría, el séquito manifiesta sus características con una sinceridad
que solo puede aflorar al saberse acabado.
Los generales temerosos de decir
la verdad se subsumían en el miedo; los lugartenientes acólitos como Goebbels,
el ministro de propaganda, y su mujer, Magda, llevaban su incondicionalidad al
extremo de quitarle la vida a sus seis hijos antes de suicidarse ellos mismos
para que ninguno cayera en mano de los soviéticos; los que aún poseían un sesgo
de cordura huían; los arribistas también escapaban, pero para mantener algún
porcentaje de poder que solo existía en sus cabezas, como Heinrich Himmler, el
líder de las SS, quien al comienzo de la película huye hacia el oeste con la
intención de firmar una paz por separado con los norteamericanos y así
transformarse, en su retorcida imaginación, en una pieza clave en el armado geopolítico
de posguerra.
Ese heterogéneo grupo que rodeaba
a Hitler fue como un reflejo deformado y exagerado de lo que sucede en
cualquier sistema político. Para adentrarnos en los mecanismos que producen
relaciones de poder en un gobierno, no solo debemos realizar un trazado
institucional que explique el funcionamiento formal de los complejos
burocráticos del Estado, sino que, sobre todo, hay que poner la lupa en la vida
interior de esos “elefantes”.
Allí dentro, encontraremos una
lógica de relacionamiento muy particular que posee sus propios códigos: los
círculos áulicos. Las personalidades de sus componentes, las peleas, alianzas y
traiciones de los que rodean a los que gobiernan nos pueden ofrecer un análisis
más realista de cómo y por qué se hace lo que se hace.
Estas cortes palaciegas existen
más allá de las características propias del régimen. Los hubo en Roma, en el
Imperio mongol, en la Edad Media, en los sistemas parlamentarios,
presidencialistas, dictatoriales y autoritarios. Siempre que haya alguien que
dirige, hay un equipo que, detrás, obedece.
Pero esa obediencia viene
acompañada de luchas intestinas de las cuales no siempre estamos enterados y
que, sin embargo, tienen una relevancia superlativa para que las políticas
salgan a la luz o desaparezcan para siempre en un halo de misterio. Ya sea para
ganar una guerra, para implementar un programa impositivo o simplemente para
generar un soporte emocional, las luchas dentro del mismo riñón son búsquedas
personales de poder. ¿Obtener poder para hacer qué? La respuesta a esa duda no
es ni uniforme ni clara.
Volvamos a la película de Los Simpson y a Cargill. La familia
amarilla se acaba de escapar del domo, y la cabeza del EPA llega tarde para
evitar la fuga, por lo que le pide a uno de los agentes que lo acompaña que
inicie la búsqueda para regresarlos al sitiado pueblo: “Para que nadie más
escape, quiero escuadrones de la muerte en el perímetro las 24 horas. Diez mil
hombres rudos y diez mil débiles para que los rudos parezcan más rudos y quiero
que se formen así: rudo, rudo, débil, rudo, débil, débil, rudo, rudo, débil,
débil, rudo, débil”.
Ante la incoherencia del
discurso, el agente que recibe las órdenes reafirma lo que se ve a simple
vista: “Señor, me temo que el poder lo ha enloquecido”. “Claro que sí”, le
contesta Cargill, “trate de enloquecer sin poder, nadie le hace caso”.
Ya vimos en el capítulo anterior
cómo la influencia y ambición de los cargills puede llevar fácilmente al
desastre. Pero los asesoramientos también están llenos de subjetividades,
miedos y temores. Cargill parecía muy seguro y confiado en lo que se debía
hacer y en el cómo hacerlo, pero ¿y si Cargill se hubiera tenido que enfrentar
a otros de su calaña? ¿Si la torta de poder en juego hubiera sido ambicionada
por muchos para lograr que la locura fuera acompañada por obediencia? ¿Cuándo
hablar y cuándo callar ante el gobernante? ¿Hasta dónde ceder las propias
creencias en pos de un proyecto colectivo? ¿Desafiar una postura equivocada,
siendo consciente del error, o callar y aguardar a que decante sola?
¿Enfrascarse en una lucha a muerte para escalar posiciones o esperar sentado a
que tu buen trabajo traiga frutos que tal vez nunca lleguen?
En la película –un reflejo
bastante fidedigno de lo que realmente pasó–, ninguno de los generales de
Hitler le quería decir que ya todo estaba perdido, que ningún ejército los
podría salvar, que la lucha hasta el final era condenar al pueblo que lo había
llevado hasta allí a una muerte lenta y espantosa. El miedo al poder puede
resultar muy contraproducente para sortear situaciones de extrema tensión y
conflicto.
El cine también ha reflejado
estos contextos que rodean a la toma de decisiones en un régimen democrático,
donde se presupone que el diálogo puede llegar a primar por sobre la decisión unilateral
del que manda. Pero la cosa no resulta ni tan lineal ni tan fácil de resolver.
Trece días (Thirteen
Days) relata lo que se conoció como la
crisis de los misiles, probablemente el momento de la historia en que el
mundo más cerca se encontró de una guerra nuclear.
En 1962, la Unión Soviética
comenzó a construir bases de misiles en Cuba desde donde podría lanzar
perfectamente un ataque nuclear a Estados Unidos. Gracias a las fotografías de
un avión espía, los norteamericanos se enteran del asunto y comienzan a
discutir cuál será el plan de acción indicado para detener la amenaza antes de
que las bases estén completamente operativas. Las opciones eran tres: un ataque
aéreo preciso sobre la zona de las bases, bombardear e invadir la isla o, por
último, mantener abierto y activo el canal diplomático para convencer a los
rusos de que cesaran en sus intentos de meter misiles nucleares a solo unos
pocos kilómetros de distancia del estado de Florida.
La película se centra en,
obviamente, los trece días que duró el conflicto y los “combates” que se
vivieron dentro de la Casa Blanca para decidir cuál era la mejor manera de
actuar. Al igual que en el Boca de Veira, aquí también había halcones y
palomas.
Los militares eran los más
extremistas, querían sangre y la querían ya. El presidente Kennedy
(interpretado por Bruce Greenwood) dudaba. Venía de la experiencia de Bahía de
los Cochinos, una invasión frustrada a Cuba liderada por exiliados cubanos
apoyados en pertrechos y entrenamiento militar estadounidense. Ese recuerdo del
fracaso y las imágenes de los anticastristas masacrados aún estaban demasiado
frescos.
Sin embargo, la opción
diplomática se presentaba lenta y proclive a verse como una muestra de duda por
parte del gobierno ante la mojada de oreja que los rusos habían llevado
adelante en el mismísimo patio trasero de Estados Unidos.
Ante este escenario de suma cero,
JFK, junto con su hermano y Fiscal General, Bobby (Steven Culp) y el asistente
multiuso del presidente, Kenneth O’Donnell (Kevin Costner), deciden como
primera medida realizar una cuarentena alrededor de la isla para impedir la
entrada de todo buque. De esa manera, esperaban detener la construcción de las
bases y obligar a los rusos a sentarse a conversar.
Sin embargo, uno de los barcos
rusos logró traspasar la cuarentena que habían instalado las naves de guerra
estadounidenses y, como aditivo para mantener el suspenso y tensión en la
historia, no contestó ninguno de los llamados por radio. ¿Qué hacer? Los
militares querían actuar de acuerdo con su entrenamiento, es decir, disparando.
El almirante a cargo de la respuesta ordenó al personal del barco de guerra que
perseguía a los rusos que se pusiera en posición de combate.
El Secretario de Defensa, Robert
MacNamara (Dylan Baker), quien luego del magnicidio de Kennedy seguiría en su
puesto con Lyndon Johnson y tendría un rol tan fundamental como polémico –casi
asesino– en la guerra de Vietnam excelentemente reflejado en el documental Niebla de guerra (Fog of War), no podía creer lo que estaba escuchando: los militares
prácticamente estaban incentivando una guerra nuclear.
“¿Qué están haciendo?”, le
pregunta MacNamara al almirante. “Cumpliendo con nuestra misión, señor, así que
si no le importa, tenemos que ocuparnos de nuestro trabajo”. ¡El descarado le
habla así a su jefe, no le importa nada! “Almirante, le he hecho una pregunta”.
Insiste el Secretario. La respuesta no es muy tranquilizadora. “Vamos a aplicar
el procedimiento que estaba previsto, procedimiento a seguir que el Presidente
aprobó y firmó en su orden del 23 de octubre. (Se comunica con el capital del
Barco). Sí, puede proceder, capitán. Vacíen sus cañones”. ¡Vacíen sus cañones!
¡Están todos locos! “Maldita sea, ¡detenga esos disparos!”, ordena MacNamara.
“¡Alto el fuego, alto el fuego!”, transmite el almirante al barco “¡Por el amor
de Dios! ¡Esos barcos disparaban avisos, bengalas, señor Secretario! Maldita
sea, tengo mucho trabajo que hacer, usted está aquí encerrado desde el lunes
por la noche, está cansado agotado y está cometiendo errores, si obstaculiza mi
tarea hará que maten a algunos de mis hombres y no lo voy a permitir”.
Este muchacho es un insolente,
pero es un peón más dentro de la lucha interna que se libraba entre los
asesores, ministros, secretarios y la plana mayor de las Fuerzas Armadas. Todos
ellos hacían y deshacían para que el presidente actuara como ellos querían que
actuara, aun si eso significaba un holocausto nuclear.
Así, los militares se movían
desafiando las órdenes del presidente –algo que parece no suceder únicamente
por estas latitudes– al elevar los niveles de alerta, desconfiando en la
capacidad de acción de Kennedy y parte de sus asesores. Los halcones desafiaban
a las palomas por más que fueran estas últimas las que tenían la legitimidad y
legalidad de su lado.
Cuando el almirante vuelve a la
carga no parece entender con quién habla. “No se entrometa en lo nuestro,
señor. La Marina ha dirigido bloqueos desde la época de John Paul Jones”. Jones
fue un corsario al servicio de la Revolución americana de 1776.
MacNamara le replica que la orden
de disparar solo podía ser autorizada por el Presidente, pero el marinero de
alto rango le responde que no estaban disparando. Bastante nervioso, el
Secretario le salta a la yugular: “¿Y qué diablos ha sido esto?”. La respuesta
es bastante insólita pero nos brinda mucha tela para cortar. “Disparar contra
un barco, significa atacar al barco ¡No estábamos atacando! ¡Disparábamos por
encima de él!”.
El político con un cargo público,
en general, es un hombre de acción que descansa sobre un grupo de asesores que
lo guían sobre cuestiones específicas planeadas de acuerdo con los lineamientos
que el líder demarca, los famosos tecnócratas. Ahora bien, muchas veces sucede
que los técnicos que se agrupan alrededor del decisor se encierran en el mundo
limitado de su propio saber específico.
Así, un ministro de economía
puede afirmar que lo mejor para salir de una crisis es realizar recortes
presupuestarios y aumentar impuestos. Probablemente, dicha fórmula se encuentre
en algún manual académico, pero si es llevada a la práctica, no solo puede
presentarse como una opción poco efectiva, sino también como un suicidio
político.
Para el almirante, disparar era
destruir, así lo debía especificar el reglamento naval, pero para alguien que
mira más allá, que tiene la capacidad de observar el panorama desde una óptica
global, disparar es que salga cualquier tipo de proyectil en dirección al barco
enemigo y, en un momento de tensión absoluta, en el que una mala jugada puede
hacer desaparecer al mundo, un disparo es un disparo, por más que se apunte a 22 kilómetros de
distancia del objetivo.
“La orden del Presidente incluía
cualquier tipo de disparo. ¿Qué pasará si los soviéticos no ven la diferencia?
¿Si cometen el mismo error que yo? No se disparará nada cerca de un barco
soviético sin que yo lo autorice personalmente. ¿Lo entendió, Almirante? ¿Está
claro?”. Algo ofuscado, el militar de gatillo fácil le responde con un
lacónico: “Sí, señor.” “Y solo daré semejantes instrucciones”, concluye
MacNamara, “cuando me lo ordene el Presidente ¡Esto no es un bloqueo! ¡Esto es
un nuevo lenguaje! Un nuevo vocabulario, como ningún otro que se conozca en el
mundo ¡Así es como el presidente Kennedy está comunicándose con el premier
Kruschev!”.
La historia concluye con un final
relativamente feliz: seguimos vivos. Rusia sacó sus misiles a cambio de que
Estados Unidos quitara los que tenía en Turquía.
Los entornos van más allá de
recomendaciones, consejos y gobiernos. El líder también puede jugar hacia el
exterior con la “oscuridad” de su relación con las segundas líneas. De esa
manera, se esconde detrás de personajes que la opinión pública no ve con buenos
ojos para tomar decisiones difíciles o que puedan perjudicar su imagen. Así,
siempre deja margen para que desde la población se piense que es el entorno el
que lo está perjudicando y, si la cosa se complica, resulta mucho más fácil
eyectar al ministro o asesor hacia la humillación pública que asumir culpas.
Sin ir más lejos, la relación
entre Perón y López Rega es un ejemplo bastante claro en este sentido. López
Rega era un cabo de la policía durante el primer gobierno de Perón que terminó
siendo una especie de valet durante el exilio del General en Puerta de Hierro.
El hombre era básico como pocos, pero terminó siendo la figura más poderosa y
temida durante la última presidencia de Juan Domingo desde el Ministerio de
Desarrollo Social.
“El brujo”, como le decían por su
afinidad a las artes ocultas, es la representación de todo lo oscuro que un
hombre de confianza puede ser. Su paso por nuestra historia grafica el daño que
puede ocasionar una persona de confianza nulamente instruida, sin ningún
antecedente político ni de gestión, esotérico, manipulador, corrupto y asesino.
Su poder llegó a límites insospechados cuando pasó de ser un mero asistente a
ministro y jefe de la inefable fuerza parapolicial Alianza Anticomunista
Argentina, la Triple A.
Durante años, se discutió cuánto
de lo que hacía este personaje era de conocimiento de Perón. Más allá de
cualquier planteo dialéctico, existe un dato objetivo sobre el que no se puede
adjetivar demasiado: Perón podría haberle dado una patada a López Rega de
haberlo querido, pero no lo hizo (para quien le interese profundizar el tema,
hay un libro de José Pablo Feinmann, López
Rega, la cara oscura de Perón,
que les puede resultar más que interesante, aunque tal vez sea algo difícil de
conseguir).
¿Y si el entorno es eficiente y
ambicioso? La amenaza de la competencia dentro de las propias filas es otra
razón para salir eyectado del poder. Cuando la prensa comienza a tildar a un
ministro de “superministro”, las horas del susodicho están contadas.
Puede suceder que las cortes
palaciegas se transformen en ámbitos de competencia ilógica y de ambiciones
desbordantes. En algunos casos, los adjetivos positivos o negativos se
transformarán en meros adornos en pos de la propia supervivencia en donde no
siempre hacer las cosas correctamente puede traer tranquilidad o una palmadita
de felicitación en la espalda.
Aunque tenga que contradecir al
bueno del taxista, el entorno no fue el causante de la locura nazi, sino un
engranaje más de la maquinaria. Los acólitos están ahí porque el líder los
requiere, ya sea para crear grandes proyectos políticos o para hacerlo reír
cuando las cosas están tensas. Sin embargo, el gobernante siempre guardará para
sí la capacidad de tomar la decisión final. Kennedy tuvo sus palomas y halcones
pero terminó apoyándose en las ideas de aquellos asesores que consideraba más
acordes con las suyas propias. Hitler directamente no tiene excusa ni perdón y
aquellos que lo rodeaban, más que palomas y halcones, se dividían entre
caranchos y buitres. Allí no existió una opción viable, fue todo pérdida.
Para seguir
leyendo
Larraquy, Marcelo, López Rega. El peronismo y la Triple A, Buenos Aires, Aguilar,
2011.
Feinmann, José Pablo, López Rega, La cara oscura de Perón, Buenos Aires, Legasa, 1987.
Matus, Carlos, El
líder sin Estado Mayor, Buenos Aires, Universidad de la Matanza, 2009.
Kissinger, Henry, La diplomacia, México DF, Fondo de Cultura Económica, 2001.
Para ver o
volver a ver
La caída (Der Untergang), Dir. Oliver
Hirschbiegel, Constantin Film Produktion, 2004.
Trece días (Thirteen Days), Dir. Roger Donalds, New
Line Cinema, 2000.
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