La negociación es una capacidad innata del hombre.
Piénsenlo un segundo: todo el tiempo, en todo lugar, sin importar el lazo
afectivo que nos una con la persona que tenemos enfrente, estamos negociando.
Ya sea el tiempo que pasamos con nuestros seres queridos –el matrimonio es un
MBA de la negociación–, el precio de un bien de primera necesidad –o
simplemente un capricho–, en el trabajo, con los amigos, con los enemigos,
siempre estamos ofreciendo algo a cambio de lo que buscamos a un precio –sin
hablar necesariamente de dinero– que nos sea favorable.
Pero por más que lo hagamos en
todo momento y que prácticamente lo tengamos incorporado en nuestro ADN, la
negociación no resulta un tema simple.
Entre las tantas variables a
considerar al iniciar el toma y daca,
los límites que nuestra propia educación y conciencia nos plantean deben ser
uno de los puntos de más difícil análisis. A la clásica pregunta que guía cada
una de nuestras negociaciones –¿cuánto estoy dispuesto a pagar para obtener lo
que deseo?–, habría que sumarle un apéndice: ¿qué estoy dispuesto a hacer para
lograr lo que deseo? Es decir, puedo y quiero negociar, pero para hacerlo,
¿cuáles son los límites que no estoy dispuesto a cruzar?
La moral está dispuesta a
construir un muro sobre el cual no queremos –o nos resulta algo complicado–
sortear. Pero entonces, ¿qué es la moral? ¿Cómo se compone esta autolimitación
que construimos? Una aproximación kantiana nos diría que es el conjunto de
ideas que un individuo se impone o se prohíbe a sí mismo para regular así su
conducta.
Esto lleva a considerar un acto
como moralmente bueno o malo solo si el sujeto que lo realiza lo hace porque lo
considera absolutamente debido, pero no para aumentar su felicidad o su
bienestar egoísta, sino para tomar en consideración los intereses y los
derechos del otro, permaneciendo fiel a determinada idea de la humanidad y de
convicciones individuales.
Al dividir mi tiempo para
satisfacer mis propios deseos y los deseos de las personas que quieren
compartir el suyo conmigo, estoy teniendo en cuenta su felicidad y mi
bienestar. No parece haber allí ningún interrogante moral.
Pero, si yo actúo por temor o
para obtener beneficios posteriores, y no por respeto al deber implícito en la
ley moral –como en el caso del posible ofrecimiento de coima–, mis acciones no
podrán denominarse morales.
Este libro tiene en su título la
palabra “política”, por lo que sería prudente llevar estos ejemplos a la vida
pública. Preguntémonos: “¿Un político se puede dar el lujo de prohibirse
ciertas acciones?”. Aquí no estamos hablando de corrupción – en donde se
prioriza el beneficio personal por sobre el bien común– ni de nada por fuera
del ámbito de la Ley, sino de las convicciones y las limitaciones que uno mismo
se construye. “¿Un político puede pensar en su felicidad basándose en sus
acciones? ¿Puede un político aferrarse a una idea de humanidad?”. Sí, claro que
lo puede hacer. Pero eso no lo hace, obligatoriamente, un buen político.
La moral responde a la pregunta: “¿Qué
debo hacer?”. La respuesta a esa pregunta no será igual para alguien que deba
accionar sobre la vida de millones que para el que se encuentra una billetera
en la calle. No será igual para un individuo que debe negociar el uso de su
tiempo libre con otro que tiene que negociar la felicidad futura de un pueblo.
Spinoza decía: “Hacer el bien y sentirse dichoso”. Este “bien” no equipara en
responsabilidad las tareas que puede llegar a tener un político que trabaja
para el bien común, con las de un almacenero (miembro fundamental de un barrio,
pero con un grado de incidencia en la vida de un país algo menor). Tampoco la
dicha será la misma.
Si pretendiéramos reducir la
política a la moral, estaríamos cometiendo un error. La política no se puede
asociar, únicamente, con el bien, con la virtud, con el desinterés. La verdad
es, justamente, lo contrario. Si reinara la moral, no necesitaríamos policía,
leyes, tribunales ni ejército. En resumidas palabras, no tendríamos necesidad
del Estado ni, por lo tanto, de la política.
¿Y el cine Marangoni? ¿Se olvida
que el otro tópico del libro es el cine? Si, ya lo sé, no se impaciente,
estamos llegando.
Lincoln fue el 16º presidente de
Estados Unidos, aunque para la mayor parte de nosotros –los sub 40–, es el
nombre de una galletitas de vainilla que, casi como condición sine qua non,
deben ser consumidas bañadas en café con leche. También es el nombre de una
marca de autos y de una localidad de la Provincia de Buenos Aires. Además, es
el título de una película dirigida por Steven Spielberg y protagonizada por un
soberbio Daniel Day Lewis (Mi pie izquierdo,
Pandillas de Nueva York, En el nombre del Padre, Petróleo sangriento).
Ya hemos hablado de la
fascinación del cine anglosajón por las biopics. Lincoln no escapa a ese amor.
¿Quién fue este hombre? ¿Quién
fue Abraham Lincoln? Llevando nuestro poder de síntesis a su máxima potencia,
afirmamos casi sin respirar que don Abraham nació, vivió y murió en el siglo xix. Ejerció el máximo cargo político de
Estados Unidos durante su guerra civil. Guio al bando ganador y luego lo
mataron en un teatro, y se convirtió así en la primera víctima de magnicidio en
la historia yanqui. Hoy su figura es una de las más respetadas y consideradas
por los estadounidenses.
Sin repetir y sin soplar, ¿qué
fue la Guerra Civil Estadounidense (o Guerra de Secesión)? Fue un conflicto que
dividió y enfrentó a dos bandos antagónicos del país del
Norte. Por un lado estaban los
Estados del Norte, conocidos comúnmente como La Unión –el lado ganador con
Lincoln a la cabeza–. Por el otro, estaban los secesionistas del sur,
englobados en los Estados Confederados. El conflicto duró cuatro años, de 1861 a 1865, y murieron más
de un millón de personas.
Comúnmente, para referirse a las
causas de la guerra, se suele simplificar e idealizar el enfoque únicamente en
la cuestión de la esclavitud, tal como sucede en la película. Los muchachos del
sur, con sus plantaciones agrícolas, principalmente de algodón, exprimían al
máximo la mano de obra esclava. Los del norte, con una economía más bien
industrial, consideraban que la esclavitud era algo del pasado que debía ser
erradicada, primero prohibiéndola en los Estados recién formados y luego progresivamente
en el resto del país. Estas diferencias fueron imposibles de solucionar a
través de medios y recursos propios de la joven república, y todo derivó en un
sangriento conflicto.
Aunque importante, este no fue el
único disparador. Como en casi cualquier otro asunto público, no existe la
monocausalidad, siempre habrá una serie casi infinita de motivos, indicadores y
causas que lleven al desenlace de una acción. En este cuestión, estaban en
juego varias cosas más, como las disímiles visiones acerca de cómo debía
regirse una federación de Estados (cuán independiente podía ser cada provincia
o Estado y cómo debía regirse su relación con el gobierno central), dos modelos
de desarrollo económico (el sur agrario y el norte industrial), culturales y
sociales que dividían fuertemente al país en dos grandes bloques. Todas estas
diferencias y debates existían aun desde antes de la creación de Estados Unidos
y continuaron luego de su revolución e independencia. El guiso se estaba
cociendo desde hacía décadas en una olla a presión, de manera lenta pero
segura.
Lincoln, la película, se centra en los últimos meses de la presidencia de don
Abraham, y se enfoca sobre todo en la negociación que tuvo que llevar adelante
con legisladores propios y ajenos para hacer pasar lo que se conocería como la “XIII
Enmienda a la Constitución” cuyo texto, compuesto por solo dos oraciones,
aboliría la esclavitud en todas sus formas y en todo el territorio[1].
Lincoln, el presidente, quería
aprobar la reforma de la Constitución antes de que terminara la guerra para
evitar que, cuando los Estados secesionistas y esclavistas del sur volvieran a
ser parte de Estados Unidos, y sus representantes reingresaran al Congreso
unificado, pudieran impedir la reforma al negar el quórum de dos terceras partes
necesario para que la Enmienda fuera elevada.
Es decir, este hombre, además de
tener que lidiar con un conflicto que estaba generando una matanza entre
conciudadanos, debía correr contra el tiempo para convencer a legisladores
propios y ajenos de aprobar la Enmienda, es decir, había que negociar. ¿Por
qué? Porque no todos los representantes le respondían ciegamente. Estaban los
más radicales dentro de su partido que querían esperar a tener un Congreso con
una mayoría absoluta para así aprobar la reforma sin posibilidad de fracaso, y
también estaban los que preferían poner todo el esfuerzo en finalizar la guerra
y dejar estos temas para más adelante. Cerrando el combo estaban los demócratas
–Lincoln era republicano– que directamente no le respondían por ser del partido
de la contra.
¿Cómo llevó adelante esa
negociación? ¿Utilizó los mismos parámetros y principios que nosotros
implementamos para poder jugar al póker con nuestros amigos los jueves? ¿Cómo
se aseguró los votos necesarios?
Para empezar, tuvo que partir del
mismo principio que nosotros: unos quieren algo, otros quieren lo contrario.
Pero hasta allí llegó la comparación, ya que las herramientas que utilizó, y
los medios que implementó, no fueron tan sencillos como los utilizados
comúnmente. A algunos legisladores los convencieron con la palabra, la
discusión y el debate. A otros tantos les ofrecieron alguna que otra cosita
adicional (en este caso, cargos públicos para el futuro, trabajos bien
remunerados en la futura administración).
Negociar, ¿con qué herramientas
hacerlo? ¿Hasta dónde llegar? ¿Podemos aplicar los mismos parámetros que
establecemos para evitar una cena con un familiar algo pesado de nuestra
pareja, que en la negociación de un asunto público? Ese malestar interior que
algunos llaman conciencia y que nos impide siquiera pensar en ofrecer una coima
para evitar una multa, ¿actuará de la misma forma si quiero eliminar la
esclavitud de mi país? No parecen ser casos siquiera comparables, pero los
cuestionamientos acerca de la moralidad propia de los individuos es, en líneas
generales, muy similar. La vida de cientos, millones de seres humanos, está en
juego; ¿debemos priorizar los valores individuales, los principios que nos
inculcaron de jóvenes y que nos hacen rectos, honestos y buenos? ¿O en ciertos
aspectos de la vida, cuando lo que se dirime son asuntos públicos, la ética que
nos rige debe medirse con otras varas y parámetros? ¿Lincoln fue un corruptor,
o un corrupto, al ofrecerles puestos políticos a congresistas para eliminar la
esclavitud de su país de una vez y para siempre? La pregunta sobre lo que se
gana y lo que se pierde en una negociación –y en este caso en particular– rompe
cualquier tipo de comparación posible.
Hay un filósofo francés
contemporáneo, André Comte-Sponville, con el que tengo especial empatía. Sus
escritos son directos, didácticos y sus conclusiones, aunque muchas veces
polémicas, a mi entender suelen dar en el clavo.
Respecto de la relación entre la
moral y la política, Sponville en El capitalismo,
¿es moral?, afirma: “Creer que la
moral puede vencer la miseria o la exclusión es engañarse a uno mismo. Creer
que el humanitarismo puede sustituir a la política exterior, o que la caridad
puede reemplazar a la política social, o incluso que la lucha contra el racismo
puede hacer las veces de política de inmigración, todo esto es engañarse a uno
mismo”.
La moral no tiene fronteras,
prosigue Comte Sponville; la política sí. La moral no tiene patria; la política,
sí. A la moral no le incumben los intereses de un municipio, una provincia o un
país. La moral solo conoce individuos. En cambio, la única finalidad de toda
política municipal, provincial, nacional, de derecha, de izquierda, de centro,
capitalista, comunista o lo que fuera, es articular intereses con miras al bien
común.
Vamos sacando algunas
conclusiones: al parecer existe una moral que rige nuestra vida individual,
pero que no siempre se condice con lo que podríamos denominar una moral
política. Es decir, los límites para nuestras “negociaciones diarias” no tendrán
los mismos parámetros que una negociación para abolir la esclavitud.
Max Weber –al que ya hemos citado
en otra oportunidad– nos decía en un escrito genial, El político y el científico, que la ética –aunque no son
exactamente lo mismo, muchas veces ética y moral son utilizados como sinónimos,
en este caso yo también lo hago– y la actividad política son concepciones del
mundo que nos obligan a elegir: o una u otra.
Para el pensador alemán, toda
acción éticamente orientada puede seguir una de dos máximas fundamentales y
diametralmente opuestas: puede seguir una “ética de la convicción” o una “ética
de la responsabilidad”.
El que actúa según la ética de la
responsabilidad no puede acusar al mundo ni a una fuerza superior por las
consecuencias de sus acciones. ¿Qué quiere decir con esto Weber? Que el mundo
no está regido por ideales, y el que se dedica a la política lo debe saber
mejor que nadie. El “bien” no necesariamente produce más “bien” ni el “mal”
produce más “mal”. Lamentablemente, a menudo ocurre lo opuesto. El que no
comprende esto, sentencia Weber, es un niño –políticamente hablando–.
El que quiera hacer política, y
sobre todo el que quiere hacer política como profesión, debe comprender esta
paradoja ética. Debe saber que es responsable de lo que él mismo puede llegar a
ser bajo el dominio de esa paradoja.
La política no es una forma de
altruismo, es una estrategia inteligente y socializada. El que busca la
salvación de su alma no lo debe hacer por medio de ella.
Esto no significa que la ética –o
la moral– deba caer en un pozo de reclusión. Aún tienen cosas que decir, y aún
las debemos escuchar. Pero esta no es ni una estrategia ni un proyecto ¿Qué
propone la ética contra la desocupación, contra la inseguridad, contra la
pobreza, contra el calentamiento global, contra el terrorismo? ¿Cuál será su
estrategia para aprobar en un Congreso díscolo la abolición de la esclavitud?
Nos podrá decir que está “mal”, o “bien”, según nuestra propia cosmovisión,
pero no la forma de vencerlos.
La conciencia de un político debe
ir más allá de cualquier otra. No puede permitirse el lujo de pensar en su
salvación, sino que debe concentrarse en la creación y formación de algo que lo
supere ampliamente. Para ello requiere asumir su condición y su vocación sin
culpas, fortalecer su rol a partir de la reivindicación de las estructuras de
representación que, agregando voluntades, puedan transformar positivamente la
vida de las sociedades en que actúa.
Spielberg –Lincoln no es una película con su típico sello, sino un film centrado
en actuaciones impresionantes, diálogos pesados y ambientaciones sencillas–, en
algún punto, también presentó las dos éticas weberianas a lo largo de los 150
minutos que dura la obra. Lincoln tenía una forma de negociar en su vida
privada, con su mujer e hijos, que lo llevaba a no quebrar los principios que
lo hacían el hombre que era: a su mujer le daba el gusto de usar unos guantes
que el odiaba con tal de que estuviera feliz. A su hijo menor lo dejaba correr
libremente por la Casa Blanca a bordo de un pony sin padecer ninguna reprimenda
por parte de un padre que, aunque llamarlo “ausente” suena desmedido, tal vez
no le brindaba toda la atención que requería. Al hijo mayor le impedía entrar
en el ejército porque los Lincoln ya habían perdido un niño y no querían perder
otro. Siendo conscientes de que si continuaban negándole el deseo de ser parte
del conflicto bélico hubieran perdido el cariño y respeto del primogénito,
finalmente aceptan su deseo, pero lo mantienen lo más lejos posible del frente
de batalla.
Pero también, como su mujer Mary
Todd (Sally Field) se lo remarca, era un experto en moverse en el intrincado y
algo sucio juego de la política de Washington que lo llevaba a apretar,
amenazar, moldear la verdad y ofrecer puestos a cambio de votos con tal de
obtener el resultado político que quería. Eso no lo hizo ni peor ni mejor
persona, pero sí lo transformó en un político, cuyo valor, simpatía popular y
consideración en la historia, fueron eternos.
Para seguir
leyendo
Kant,
Immanuel, Crítica de la razón práctica,
Madrid, Alianza Editorial, 2002.
Comte-Sponville,
André, El capitalismo, ¿es moral?, Buenos
Aires, Paidós, 2003.
Weber,
Max, El político y el científico, ediciones
varias.
Para ver o
volver a ver
Lincoln, Dir. Steven
Spielberg, DreamWorks, Twentieth Century Fox Film Corporation, 2012.
[1] Las Enmiendas a la
Constitución de Estados Unidos son alteraciones. Hay dos formas de llevarlas
adelante: por iniciativa del Congreso (con la aprobación de dos terceras partes
de ambas Cámaras) o mediante la formación de una Convención Nacional. Una vez
elevada la propuesta de Enmienda, habiendo sido ya aprobada por el Congreso,
debe ser ratificada por las legislaturas de, al menos, tres cuartas partes de
los Estados (el equivalente a nuestras provincias). La regulación de dichas
modificaciones se especifica en el artículo V de la Constitución. Al día de hoy,
existen 27 Enmiendas, aunque no todas fueron ratificadas. Nunca se llamó a una
Convención, siempre se llevaron adelante por iniciativa exclusiva del Congreso.
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