Hace algunos años, estaba paseando con mis hijos
por un shopping –no recuerdo exactamente cuál, lo que importa muy poco porque
conocer uno es conocerlos todos– cuando, viendo vidrieras un poco de reojo, me
llamó la atención ese característico perfil de tres cuartos con los pelos al
viento y la mirada al infinito de uno de los argentinos más reconocidos del
mundo.
Ernesto Guevara estaba allí,
embelleciendo con su boina toda una colección de remeras y otras prendas de un
local de ropa que no se caracterizaba –y estoy bastante seguro que eso no ha
cambiado al día de hoy– por su espíritu revolucionario.
Me voy a ahorrar los típicos
comentarios que se pueden desprender de semejante visión para pasar a la
reflexión que me disparó ver al Che como artículo de consumo de alta gama:
¿hubiera estado Guevara allí si en vez de continuar su intento revolucionario
en el Congo y Bolivia se hubiera quedado en su despacho del Banco Nacional
Cubano o en su rol de Ministro de Industria? ¿Y si hubiera muerto de viejo en
su cama en La Habana? ¿Si hubiese pasado el resto de sus días combatiendo por
su pueblo detrás de un escritorio como engranaje burocrático, pero no por ello
menos fundamental, del gobierno?
Volvamos por un segundo a Ciudad
Gótica. Estamos en el final de El
caballero de la noche (The Dark
Knight). Harvey Dent, el fiscal impoluto, el príncipe inmaculado, el
villano y asesino, yace muerto luego de haber caído al vacío. Batman lo
contempla y reproduce un diálogo que él mismo, en su faceta civil de Bruce
Wayne, había tenido con Harvey unos días atrás: “O mueres siendo un héroe o
vives lo suficiente para convertirte en el villano”.
La siguiente entrega de la
trilogía, El caballero de la noche asciende (Batman: The Dark Knight Rises) comienza
mostrándonos que el sacrificio de Batman, al haber hecho suyos los asesinatos
de Dos Caras, tuvo el efecto deseado. Dent es ahora un símbolo, la
representación antropomórfica de la lucha contra el crimen. Gótica inicia una
era de paz construida sobre el relato de un pasado y un héroe que no parece
condecirse exactamente con la realidad.
Gordon, en ese mundo, es el
comisionado que se había manchado las manos haciendo el trabajo sucio para
lograr la prosperidad, era la imagen de la guerra contra el crimen, del Estado
en acción. Sus días en su puesto estaban contados porque había vivido lo
suficiente para embarrarse basándose en que el fin justificaba la suciedad. Fue
la acción que, amparándose en el mito, construyó el cambio.
Los mitos, para consagrarse como
tales, requieren de la existencia y la acción de otros protagonistas que, menos
espectaculares e intransigentes, les den el marco para el lucimiento. Su
histrionismo y seducción, aspectos siempre atractivos, se apoyan en la
existencia menos visible pero siempre complementaria de los que aportan un lado
menos luminoso de la vida, aparentemente rutinario y algo opaco, pero
igualmente imprescindible. Sucede en todos los terrenos. ¿Quién no recuerda a
Javier Portales, con su solvencia y profesionalidad, dándole el marco adecuado
a un mucho más indisciplinado Alberto Olmedo en esa inolvidable zaga de Borges
y Alvarez?
Pero retornemos a los mitos de la
política. Los construimos para inspirarnos en sus actos y reflejar en
ellos los valores más preciados que tenemos.
Bronislaw Baczko, filósofo e
historiador polaco, va a definir estos imaginarios sociales como los procesos
por los cuales “las sociedades se entregan a una invención permanente de sus
propias representaciones globales, otras tantas ideas e imágenes a través de
las cuales se da una identidad, perciben sus divisiones, legitiman su poder o
elaboran modelos formadores para sus ciudadanos”. Este imaginario formará parte
de la construcción de identidades al componer una figuración de sí misma,
delimitar sus amigos y enemigos, rivales y aliados y encontrar un sentido de
relación con la legitimación de un poder.
La Argentina, por supuesto,
tiene su propio panteón de héroes para definirse a sí misma, nombres casi
indiscutibles, como el de San Martín y Belgrano, que se entremezclan con otros
personajes que comparten por partes iguales amores y odios.
La política posee una
altísima responsabilidad en la contradicción de esos sentimientos por ser un
campo que despierta pasiones. Lo que algunos hacen y dicen puede producir tanto
idolatría como aborrecimiento.
Ejecutar, ocuparse,
construir, destruir. No se puede pretender que aquellos que trabajan para
transformar la realidad pasen a la historia en un manto de respeto y cariño
unánime, sin ser desafiados.
En nuestra historia, el peronismo ocupa un
capítulo central y como tal, posee un espacio privilegiado en el tema que
abordamos en este capítulo. La relación de Perón y Eva dentro del movimiento
fue un baile coreografiado entre el mito y el estadista, entre el militar y la
descamisada, entre el orden y la pasión. Evita murió en el esplendor de su
gloria. La brevedad e intensidad de su vida, el vértigo y la fugacidad de su
ascenso, el trágico final hicieron de ella el mito político perfecto. La
dedicación obsesiva que le ofrecieron quienes la amaban y quienes la odiaban
contribuyeron casi por igual a entronizarla y universalizarla. Perón, en
cambio, vivió lo suficiente para tener que tomar muchas decisiones, en el poder
o en el exilio, que necesariamente lo ubicaron en una posición distinta, más
pragmática que la de su segunda esposa. Si ella se caracterizaba por su
intransigencia, él se destacaba por su ambigüedad. Mientras Evita radicalizaba
sus posiciones y predicaba para agudizar las contradicciones, el tiempo fue
haciendo del General un artista en la conciliación de los más diversos
intereses (de hecho, cuando a la muerte de Eva se radicalizó para suplir su
ausencia, solo colaboró al aceleramiento de su caída).
Todas estas características
hicieron de Eva una fuente de materia prima cinematográfica de primera
categoría, y su personaje –no estoy utilizando este término de manera
accidental– el más retratado de los dos.
Los motivos para que esto
ocurriera son varios. A riesgo de caer en cierto forzamiento de la razón, pero
asegurándonos de que al hacerlo estamos dejando de lado los motivos más
trillados, el hecho de que Evita represente la emoción y Perón la racionalidad
la convierten a ella en un elemento mucho más atractivo para el séptimo arte.
La verdad histórica parece
ser menos relevante al momento de elegir un relato para ser filmado. La vida de
Eva resulta ser tan atrayente como desproporcional su legado fáctico en
comparación con lo que dejó Perón. Sin embargo, eso no quita que su figura
crezca en atractivo y fama global, muchas veces en desmedro de su esposo. El
mito tiende a lo universal y la política a lo local. En el terreno que interesa
y motiva al cine, las letras y la moda ella tiene más condiciones que él. La
actriz, vence al militar.
Dejemos en claro un punto. Perón
no vivió lo suficiente para ser un villano, sino que vivió lo suficiente como
para ser discutido –a tal punto vivió que fue el hombre más longevo en asumir
la presidencia en 1974–. Durante su vida, que incluyó tres presidencias, una
secretaría, un ministerio, una vicepresidencia y un largo exilio, tomó cientos,
miles de decisiones. Cada una de ellas hizo que su figura fuera más propensa a
ser controvertida. Pero, como decíamos unos párrafos más arriba, la política es
el campo de la acción y toda acción acapara reacciones, algunas de ellas
positivas y otras no tanto. Perón hizo, y el que hace es juzgado por la
historia. Creo que el General, dejando posicionamientos de lado, superó ese
juicio con un amplio margen.
Perón fue el político, el
estadista y el pensador que diseñó un modelo de país, y eso no se hace
únicamente con una mitología, sino con los sinsabores propios de aquellos que
modifican la realidad existente, con sus aciertos y sus errores (y horrores).
Sin Perón, Eva no hubiera
existido y sin Eva, la historia de Perón hubiera sido diferente. Pero fueron
los orígenes de Eva, su apuesta, su conocimiento de la pobreza, el rechazo, el
poder, la enfermedad, la muerte temprana, la iconización positiva, la negativa,
el secuestro de su cadáver, el nombre falso con el que estaba oculta en Italia,
el regreso, en fin, todo lo que gira alrededor de Eva, lo que la convirtió en
arte histórico y cinematográfico y, de hecho, eso terminó posibilitando que la
pudieran interpretar artistas tan disímiles entre sí como Madonna, Nacha
Guevara, Faye Dunaway, Esther Goris y Flavia Palmiero.
La construcción de Eva como
mito fue una labor que comenzó en vida y que
luego de su fallecimiento se aceleró e intensificó. Aun antes de morir,
la mujer de Los Toldos era mucho más que una primera dama, y sus tareas iban
más allá de los trabajos de la fundación que llevaba su nombre. Fue un mito,
aunque peleaba por encontrar un lugar dentro del Estado.
Eva Perón es una
película argentina dirigida por Juan Carlos Desanzo y protagonizada por Esther
Goris –en el que probablemente haya sido su mejor papel– y Víctor Laplace. El
film tiene un plus, un adicional que le otorga un valor agregado que lo
distingue del resto: el guion. La autoría es de José Pablo Feinmann y eso
garantiza un relieve profundo y polémico.
“Ahora quiero ser parte del
Estado”, le hace decir Feinmann a Eva mientras peleaba por la candidatura para
la vicepresidencia ¿Cómo convive un mito con el hacer, con el barro de la
historia? ¿Pueden los mitos ser parte del Estado? Bueno, en este caso, no pudo.
Los motivos fueron variados: porque se oponían los militares, porque Perón no
quería, porque estaba enferma… Pero aquí las hipótesis se las dejamos a los
historiadores, no vendremos nosotros a esgrimir porqués. Lo único cierto es que
no pudo.
¿La hubiese ayudado a
alimentar su lugar en la épica histórica haber ocupado la vicepresidencia o un
rol específico y formal en la administración del aparato público? Podríamos
sospechar que no, porque habría habido todo un armado legal que hubiera tenido
que respetar, y su papel iba más allá del de las instituciones. Ella funcionaba
sin una estructura de gobierno que la limitara, era el mito fundacional del
movimiento, y los símbolos no pueden tener un cargo administrativo. Por lo
menos no si quieren mantener su estatus.
Este rol de equilibrio que
mantenía en el gobierno se ve explícitamente cuando el gobierno de Perón
comienza a flaquear al morir Evita. ¿Hay una casualidad, hay una causalidad?
En una de las primeras
escenas de la película, Perón está caminando por el Patio de las Palmeras de la
Casa de Gobierno con otros dos militares. Existe preocupación entre la fuerza
por los carteles que estuvieron apareciendo en la ciudad proclamando la
candidatura de Eva a la vicepresidencia para la elección del 52. Un detalle no
menor es que el Presidente también está con su uniforme de General, él también
es uno más de los preocupados, aunque tiene la capacidad de presentarse desde
una posición más conciliadora, como un mediador entre fuerzas disímiles dentro
de una misma estructura de poder.
Para calmar a las fieras,
Perón les dice: “Para que Dios exista, tiene que existir el Diablo y como yo no
quiero ser el diablo…”.
Cuando muere Evita, Juan
Domingo se ve obligado a ser ambas cosas: Dios y el Diablo. Se convierte en un
equilibrista que funciona tanto como el jefe de la revolución como el
presidente constitucional de los argentinos. Cuando pasa a ser ambas cosas,
pierde el centro que tenía ganado cuando articulaba entre Eva, los militares,
la CGT y tantos otros. Evita le quita el péndulo de aquel lado y él debe asumir
un papel vacío de mediación. Hay una muerte de Dios –en el sentido de
referencia y contención– cuando muere Evita.
Este juego de roles se daba
en una multiplicidad de esferas de la vida social, política y económica de ese
período que, mientras Eva estuvo viva, logró equilibrarse bajo la fuerza de su
figura arquetípica. Al fallecer, ese mito pasó a ser historia, entró en el
panteón de la simbología argentina, tanto por sus propias virtudes y acciones
como por la fuerza de lo que vino después y que la ayudaría enormemente a
constituirse como leyenda.
Feinmann (plenamente
consciente de la construcción que existe alrededor de su protagonista y
dispuesto a desmitificarla y discutirla) juega en su guion con una Eva decidida
a salir del inmaculado rol que tenía reservado el peronismo para ella, decidida
a bajar al llano, fundirse con las responsabilidades. José Pablo ubica a Juan
Domingo y María Eva cenando en un salón que podría ser en la residencia
presidencial del Palacio Álzaga Unzué o en la Casa Rosada. Evita acompaña los
primeros minutos de la comida con una charla amena, hasta que no puede más y
explota: “Decime, porque no me preguntás lo que me querés preguntar hace rato…
¿Por qué quiero la vicepresidencia?”. Perón –calculo que algo acostumbrado a
los embates de honestidad de su mujer– le contesta evadiendo el conflicto:
“Hasta donde yo sé es una jugada política de la CGT”. “Es una jugada política
mía, política y personal. Sobre todo personal”, le contesta Eva. Y, una vez
encendido el motor, acelera: “Yo tenía siete años cuando murió mi padre…”.
Perón que debió haber escuchado esa historia un par de veces, intenta evitar la
repetición y le dice que conoce bien lo que está a punto de decirle. Pero Evita
–se la imagina Feinmann con cierto sustento real– no era fácil de callar.
“Yo siempre fui una ilegítima,
Juan, una bastarda. Nunca tuve derecho a nada. Bueno, se acabó. Ahora quiero
ser parte del Estado, quiero tener derecho, Juan. Oíme bien, no quiero que
ningún hijo de puta me vuelva a preguntar nunca más ‘con qué derecho’,
¿entendés? Quiero la vicepresidencia, Juan, ese derecho quiero”.
Perón se saca la servilleta que
tenía sostenida en el cuello de la camisa, toma un sorbo de su vaso mientras
asiente repetidas veces manteniendo la mirada fija en un punto muy lejano a la
mirada fulminante de Eva. Se seca la boca, deja el vaso y, sin siquiera
devolverle la mirada, pregunta un poco a sí mismo y un poco a Eva, dejándole en
claro su posición de absoluta evasión: “¿Habrá dulce de leche?”.
El símbolo quería dejar de serlo,
quería vivir lo suficiente como para que la historia la juzgara como heroína o
villana aunque finalmente, como ya hemos señalado, eso no sucedió durante su
existencia, sino después. Para ella, no hubo dulce de leche, solo una muerte
amarga y cruel que terminó de consolidar su “paso a la inmortalidad” como
repetiría un peronismo convertido en régimen en todas las transmisiones
radiales diarias a las 20 hs. 25
m.
Desde el 26 de julio de 1952 a la actualidad, como
todo mito, fue reinterpretada desde los más variados paradigmas. Si Evita
viviera sería…“la abanderada de los pobres y los humildes” precisamente para
los pobres y los humildes, “Santa Evita” para la ortodoxia, “Evita Montonera”
para la juventud maravillosa, “esa mujer” para quienes la odiaban sin nombrarla
o una “transgresora” para la visión liberal-progresista.
Dice Alejandro Dolina que los
verdaderos paraísos son los paraísos perdidos. Los mitos son exactamente eso,
paraísos perdidos, promesas trágicamente incumplidas que siempre nos dejarán la
incógnita contrafáctica sobre su realización. ¿Qué hubiese pasado si no hubiese
muerto en ese frío invierno del 52? Respuestas varias: a Perón no lo hubiesen
derrocado, la revolución justicialista se habría profundizado y todos los etcéteras
que cada una quiera imaginar. Nunca lo sabremos. Y esa es precisamente la
ventaja de los mitos, la rienda suelta a nuestra imaginación, a nuestros
sueños, al diseño de la realidad como, quizás, nunca pueda llegar a ser.
Es en esa coexistencia entre la
construcción que todo legado deja y la realidad con la que debió convivir,
donde encontraremos algo parecido a una verdad histórica. Evita y el
peronismo no fueron la excepción a la regla. Su historia no es una línea recta
de un relato inmaculado. Sus símbolos y mitos se construyeron y se mancharon al
igual que cualquier otro mortal lo hubiera hecho. No le debemos temer a los
claroscuros de una mujer y un movimiento político que reflejan las
contradicciones de la sociedad argentina. Solo en su reflejo podremos
desentrañar la complejidad de nuestra realidad.
Para seguir
leyendo
Baczko,
Bronislaw, Los imaginarios sociales.
Memorias y esperanzas colectivas, Buenos Aires, Nueva Visión, 1991.
Perón, Juan
Domingo, Discursos completos, ediciones
varias.
Para ver o
volver a ver
Eva Perón, Dir. Juan
Carlos Desanzo, Aleph Producciones S. A. junto al INCAA, 1996.
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